Discurso pronunciado por Piotr Kropotkin en Paris el 20 de diciembre de 1877
Introducción:

Es hora ya de que nos preguntemos si la condena a muerte o a la cárcel son justas.
¿Logran el doble fin que se marcan como objetivo, el de impedir la
repetición del acto antisocial y (en cuanto a las cárceles) el de
reformar al infractor?
Son graves cuestiones. De la solución que se les de depende no sólo
la felicidad de miles de presos, no sólo el destino de mujeres y niños
asolados por la miseria, cuyos padres y maridos no pueden ayudarles
desde detrás de sus rejas, sino también la felicidad de la especie
humana. Toda injusticia cometida contra un individuo la experimenta, en
último termino, todo el conjunto de la especie.
He tenido ocasión de conocer dos cárceles en Francia y varias en
Rusia, y diversas circunstancias de mi vida me han llevado a volver a
estudiar las cuestiones penales, y creo que es mi deber exponer
claramente lo que son las cárceles: relatar mis observaciones y mis
ideas, resultado de ellas.
1. La cárcel como escuela de delito.
Cuando un hombre ha estado en la cárcel una vez, vuelve. Es inevitable, las estadísticas lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia penal de Francia muestran que la mitad de los que comparecen ante los jurados y dos quintas partes de los que anualmente comparecen ante los órganos menores por faltas reciben su educación en las cárceles. Casi la mitad de los juzgados por asesinato, y tres cuartas partes de los juzgados por robo con allanamiento son reincidentes. En cuanto a las cárceles modelo, mas de un tercio de los presos que salen de estas instituciones supuestamente correctivas vuelven a ser encarcelados en un plazo de doce meses después de su liberación.
Otra característica significativa es que la infracción por la que el
hombre vuelve a la cárcel es siempre mas grave que la anterior. Si
antes era un pequeño robo, vuelve ya por un audaz robo con
allanamiento. Si la primera vez le encarcelaron por un acto de
violencia, lo más probable es que vuelva luego como asesino. Todos los
tratadistas de criminología coinciden en este punto. Los
ex-presidiarios se han convertido en un grave problema en Europa. Y ya
sabemos como lo ha resuelto Francia: decretando su destrucción total
por las fiebres de Cayena, un exterminio que se inicia en el viaje.
2. La Inutilidad de las cárceles.
Pese a todas las reformas hechas hasta el presente, pese a los
experimentos de los distintos sistemas carcelarios, los resultados son
siempre los mismos. Por una parte, el número de delitos contra las leyes
existentes ni aumenta ni disminuye sea cual sea el sistema de castigo.
En Rusia se ha abolido la flagelación y en Italia la pena de muerte,
sin que variara el número de crímenes. La crueldad de los jueces puede
aumentar o disminuir, la crueldad del sistema penal jesuítico cambiar,
pero el número de actos considerados delitos se mantiene constante.
Sólo le afectan otras causas que brevemente enunciaré.
Por otra parte sean cuales fueren los cambios introducidos en el
régimen carcelario, el problema de la reincidencia no disminuye. Esto es
inevitable; así ha de ser; la prisión mata todas las cualidades que
hacen al hombre adaptarse mejor a la vida comunitaria. Crea el tipo de
individuo que inevitablemente volverá a la cárcel para acabar sus días
en una de esas tumbas de piedra que tienen grabado: «Casa de detención y
corrección».
A la pregunta “¿Qué hacer para mejorar el sistema penal?»,
sólo hay una respuesta: nada. Es imposible mejorar una cárcel. Con
excepción de unas cuantas mejoras insignificantes, no se puede hacer
absolutamente nada más que demolerla.
Podría proponer que se pusiese un Pestalozzi al frente de cada cárcel. Me refiero al gran pedagogo suizo que recogía niños abandonados y hacer de ellos buenos ciudadanos.
Podría proponer también que substituyesen a los guardias actuales, ex soldados y ex policías, sesenta Pestalozzis. Aunque preguntareis:
«¿Dónde encontrarlos?»… Pregunta razonable. El gran maestro suizo
rechazaría sin duda el oficio de carcelero, pues, el principio de toda
cárcel es básicamente malo porque priva al hombre de libertad.
Privando a un hombre de su libertad, no se conseguirá que mejore. Cultivaremos delincuentes habituales, como ahora mostraré.
3. Los delincuentes en la cárcel y fuera.
Para empezar, tengamos en cuenta que no hay preso que considere justo
el castigo que se le aplica. Esto es en si mismo una condena de todo
nuestro sistema judicial. Hablad con un hombre encarcelado o con un gran
estafador. Dirá: «Aquí están los de las pequeñas estafas, los de las
grandes andan libres y gozan del público respeto». ¿Qué responder,
sabiendo que existen grandes empresas financieras expresamente dedicadas
a arrebatar los últimos céntimos de los ahorros de los pobres, y cuyos
fundadores se retiran a tiempo con botines legales hechos a costa de
esos pequeños ahorros? Todos conocemos esas grandes empresas que emiten
acciones, sus circulares falsas, sus inmensas estafas. ¿Cómo no dar al
preso la razón?
Y el hombre encarcelado por robar una caja fuerte, te dirá:
«Simplemente no fui bastante listo; nada mas». ¿Y qué contestarle,
sabiendo lo que pasa en sitios importantes, y cómo, tras terribles
escándalos, se entrega a esos grandes ladrones el veredicto de
inocencia?
Cuantas veces se oirá decir a los presos: «Son los grandes ladrones
los que nos tienen aquí encerrados; nosotros somos los pequeños». ¿Cómo
discutir esto cuando los presos saben de las increíbles estafas
perpetradas en el campo de las altas finanzas y del comercio. Cuando
saben que la sed de riquezas, adquiridas por todos lo medios posibles,
es la esencia misma de la sociedad burguesa? Cuando ha examinado la
inmensa cantidad de transacciones sospechosas que separan a los hombres
honestos (según medidas burguesas) y a los delincuentes, cuando ha
visto todo esto, tiene sin duda que creer que las cárceles son para
torpes, no para delincuentes.
Esta es la norma respecto al mundo exterior. En cuanto a la cárcel
misma, no hace falta extenderse mucho en ello. Sabemos bien lo que es.
Sea respecto a la comida o a la distribución de favores, en palabras de
los presos, desde San Francisco a Katmchatka: «Los mayores ladrones son
los que nos tienen aquí, no nosotros».
4. El trabajo en la cárcel.
Todos conocemos el influjo dañino de la ociosidad. El trabajo realza
al hombre. Pero hay muchos trabajos. El trabajo del libre hace sentirse
parte del todo inmenso; el del esclavo degrada. Los trabajos forzados
se hacen a la fuerza, sólo por miedo a un castigo peor. Y ese trabajo,
que no atrae por si mismo porque no ejercita ninguna de las facultades
mentales del trabajador, esta tan mal pagado que se considera un
castigo.
Cuando mis amigos hacían corsés o botones de concha y ganaban doce
centavos por diez horas al día, y cuatro los retenía el Estado, podemos
comprender muy bien la repugnancia que este trabajo producía al
condenado a ejecutarlo.
Cuando uno gana treinta y seis centavos por semana, hay derecho a
decir: «Los ladrones son los que aquí nos tienen, no nosotros».
5. Consecuencias del cese de los contactos sociales.
¿Y qué inspiración puede lograr un preso para trabajar por el bien
común, privado como está de toda conexión con la vida exterior? Por un
refinamiento de crueldad, quienes planearon nuestras cárceles hicieron
todo lo posible por cortar toda relación del preso con la sociedad. En
Inglaterra, la mujer y los hijos del preso sólo pueden verle una vez
cada tres meses y las cartas que se le permiten escribir son realmente
ridículas. Los filántropos han llegado a veces a desafiar la naturaleza
humana hasta el punto de impedir a un preso a escribir algo más que su
firma en un impreso.
La mejor influencia a que un preso podría someterse, la única que
podría aportarle un rayo de luz, un soplo de cariño en su vida (la
relación con los suyos) queda sistemáticamente prohibida.
En la vida sombría del preso, sin pasión ni emoción, se atrofian en
seguida los buenos sentimientos. Los trabajadores especializados que
amaban su oficio pierden el gusto por el trabajo. La energía corporal se
esfuma lentamente.
La mente no tiene ya energía para fijar la atención; el pensamiento es menos ágil, y, en cualquier caso, menos persistente.
Pierde profundidad. Yo creo que la disminución de la energía nerviosa
en las cárceles se debe, sobre todo, a la falta de impresiones
variadas.
En la vida ordinaria hay miles de sonidos y colores que asaltan
diariamente los sentidos, un millar de pequeños hechos llegan a nuestra
conciencia y estimulan la actividad del cerebro. Esto no sucede con los
sentidos de los presos. Sus impresiones son escasas y siempre las
mismas.
6. La teoría de la fuerza de voluntad.
Hay otra importante causa de desmoralización en las cárceles. Todas
las transgresiones de las normas morales aceptadas pueden atribuirse a
la falta de una voluntad fuerte. La mayoría de los habitantes de las
cárceles son gentes que no tuvieron la fuerza suficiente para resistir
las tentaciones que les rodeaban o para controlar una pasión que les
arrastró momentáneamente. En las cárceles, como en los conventos, se
hace todo lo posible para matar la voluntad del hombre. No se suele
tener posibilidad de elegir entre dos opciones.
Las raras ocasiones en que se puede ejercitar la voluntad son muy
breves. Toda la vida del preso está regulada y ordenada previamente.
Sólo tiene que seguir la corriente, que obedecer so pena de graves
castigos.
En estas condiciones, toda la fuerza de voluntad que pudiese tener al entrar desaparece.
¿Y dónde buscar fuerzas para resistir las tentaciones que surjan ante
él, como por arte de magia, cuando salga de entre los muros de la
cárcel? ¿Dónde encontrará la fuerza necesaria para resistir el primer
impulso de un arrebato de pasión, si durante años se hizo lo posible por
matar esa fuerza interior, por hacerle dócil instrumento de los que le
controlan? Este hecho es, en mi opinión, la condena más terrible de
todo el sistema penal basado en privar de libertad al individuo.
Es claro el motivo de esta supresión de la voluntad del individuo,
esencia de todo sistema penitenciario. Nace del deseo de guardar el
mayor número de presos posible con el menor número posible de guardias.
El ideal de los funcionarios de prisión seria millares de autómatas,
que se levantaran, trabajaran, comieran y fueran a dormir controlados
por corrientes eléctricas accionadas por uno de los guardianes. Quizá
así se ahorrase presupuesto, pero nadie debería asombrarse de que estos
hombres, reducidos a máquinas, no fuesen, una vez liberados, tal cómo
la sociedad los desea. Tan pronto como un preso queda libre, le esperan
sus viejos camaradas. Lo reciben fraternalmente y se ve una vez mas
arrastrado por la corriente que le llevó a la cárcel. Nada pueden hacer
las organizaciones protectores. Lo único que pueden hacer para combatir
la influencia maligna de la cárcel es aliviar su influjo en los
ex-presidiarios.
¡Qué contraste entre la recepción de sus viejos camaradas y la de la
gente que se dedica a tareas filantrópicas con ex-presidiarios! ¿Cuál
de estas personas le invitará a su casa y le dirá simplemente: «Aquí
tienes una habitación, aquí tienes un trabajo, siéntate en esta mesa
como uno mas de la familia»?
El ex-presidiario sólo busca la mano extendida de cálida amistad.
Pero la sociedad, después de haber hecho todo lo posible por convertirle
en enemigo, después de inocularle los vicios de la cárcel, le rechaza.
Le condena a ser un «reincidente».
7. El efecto de las ropas de la cárcel y de la disciplina.
Todo el mundo conoce la influencia de la ropa decente. Hasta un
animal se avergüenza de aparecer ante sus semejantes si algo le hace
parecer ridículo.
Si pintan a un gato de blanco y amarillo no se atreverá a acercarse a
otros gatos. Pero los hombres empiezan por entregar una vestimenta de
lunático a quien afirman querer reformar.
El preso se ve sometido toda su vida de prisión a un tratamiento que
indica un desprecio absoluto por sus sentimientos. No se concede a un
preso el simple respeto debido a todo ser humano. Es una cosa, un
número, y a cosa numerada se le trata. Si cede al más humano de todos
los deseos, el de comunicarse con un camarada, se le culpa de falta de
disciplina. Quien no mintiese ni engañase antes de entrar en la cárcel:
allí aprenderá a mentir y a engañar y este aprendizaje será para él una
segunda naturaleza.
Y los que no se someten lo pasan mal. Si verse registrado le resulta
humillante, si no le gusta la comida, si muestra disgusto porque el
guardián trafica con tabaco, si divide su pan con el vecino, si conserva
aun la suficiente dignidad para enfadarse por un insulto, si es lo
bastante honrado para sublevarse por pequeñas intrigas, la cárcel será
para él un infierno. Se verá abrumado de trabajo o le meterán a pudrirse
en confinamiento solitario.
La más leve infracción de disciplina significará el castigo mas
grave. Y todo castigo llevará a otro. Por la persecución le empujaran a
la locura. Puede considerarse afortunado si no deja la cárcel en un
ataúd.
8. Los carceleros.
Es fácil escribir en los periódicos que hay que vigilar estrechamente
a los guardias de las cárceles, que deben elegirse entre hombres
buenos. No hay nada más fácil que construir utopías administrativas.
Pero el hombre seguirá siendo hombre, guardián o preso.
Y cuando se condena a estos guardianes a pasar el resto se sus vidas
en situaciones falsas, sufren las consecuencias. Se vuelven irritables.
Sólo en monasterios y conventos hay tal espíritu de mezquina intriga.
En ninguna parte abundan tanto escándalos y chismorreos como entre los
guardianes de las cárceles.
No se puede dar a un individuo autoridad sin corromperle. Abusará de
ella. Y será menos escrupuloso y sentirá su autoridad más aun cuanto su
esfera de acción sea mas limitada.
Obligado a vivir en terreno enemigo, el guardián no puede convertirse
en un modelo de bondad. A la alianza de los presos se opone la de los
carceleros. Es la institución la que les hace lo que son: sicarios
ruines y mezquinos. Si pusiésemos a Pestalozzi en su lugar, pronto sería un carcelero.
Rápidamente, el rencor contra la sociedad penetra en el corazón del
preso. Se habitúa a detestar a los que le oprimen. Divide el mundo en
dos partes: una, aquella a la que pertenecen él y sus camaradas; la
otra, el mundo exterior representado por los guardianes y sus
superiores. Los presos forman una liga contra todos los que no llevan el
uniforme de presidiario. Son sus enemigos y cuanto puedan hacer para
engañarles es bueno.
Tan pronto como se ve en libertad, pone el preso en práctica su
código. Antes de ir a la cárcel pudo cometer su delito
involuntariamente. Ahora tiene una filosofía que puede resumirse en
estas palabras de Zola: «Que sin vergüenzas son estos hombres honrados».
Si consideramos las distintas influencias de la cárcel sobre el preso
nos convenceremos de que hacen al hombre cada vez menos apto para
vivir en sociedad. Por otra parte, ninguna de estas influencias eleva
las facultades intelectuales y morales del preso, ni le lleva a una
concepción mas elevada de la vida. La cárcel no mejora al preso. Y
además, hemos visto que no le impide cometer otros delitos. No logra,
pues, ninguno de los fines que se propone.
9. ¿Cómo debemos tratar a los infractores?
Debemos de formular la siguiente pregunta: «¿Qué debería hacerse con
los que violan las leyes?» No me refiero a las leyes escritas (son
triste herencia de un triste pasado), si no a los principios morales
grabados en los corazones de todos nosotros.
Hubo tiempos en que la medicina era el arte de administrar ciertas
drogas, laboriosamente descubiertas con experimentos. Pero nuestra época
ha enfocado el problema médico desde un nuevo ángulo. En vez de curar
enfermedades, busca la medicina ahora ante todo impedirlas. La higiene
es la mejor medicina de todas. Aun hemos de hacer lo mismo con este
gran fenómeno social al que aun llamamos «delito», pero al que nuestros
hijos llamarán «enfermedad social». Impedir la enfermedad será la
mejor cura. Y esta conclusión se ha convertido ya en lema de toda una
escuela de pensadores modernos dedicados al estudio del «delito».
En las obras publicadas por los innovadores están todos lo elementos
necesarios para adoptar una actitud nueva hacia aquellos a quienes la
sociedad, cobardemente, ha decapitado, ahorcado o encarcelado hasta
ahora.
10. Causas del delito.
A tres grandes categorías de causas se deben esos actos antisociales
llamados delitos. Son causas sociales, fisiológicas y físicas. Empezaré
por las últimas. Son las menos conocidas, pero su influencia es
indiscutible.
Causas físicas.
Si vemos que un amigo hecha al correo una carta olvidándose poner la
dirección, decimos que es un accidente, que es algo imprevisto. Estos
accidentes, estos acontecimientos inesperados, se producen en las
sociedades humanas con la misma regularidad que los que pueden
prevenirse. El número de cartas sin dirección que se envían por correo
continúa siendo notable año tras año. Este número puede variar de un año
tras otro, pero muy levemente. Aquí tenemos un factor tan caprichoso
como la distracción. Sin embargo, este factor está sometido a leyes
igual de rigurosas que las que gobiernan los movimientos de los
planetas.
Y lo mismo sucede con el número de delitos que se cometen al año. Con
las estadísticas de años anteriores en la mano, cualquiera puede
predecir con antelación, con sorprendente exactitud, el número
aproximado de asesinatos que se cometerán en el curso del año en cada
país europeo.
La influencia de las causas físicas sobre nuestras acciones aun no ha
sido, ni mucho menos, plenamente estudiada. Se sabe, sin embargo, que
predominan los actos de violencia en el verano, mientras que en el
invierno adquieren prioridad los actos contra la propiedad. Si
examinamos los gráficos obtenidos por el profesor Enrico Ferri y
observamos que el gráfico de actos de violencia sube y baja con el de
temperatura, nos impresiona profundamente la similitud de los dos y
comprendemos hasta que punto el hombre es una máquina. El hombre que
tanto se afana de su voluntad libre, depende de la temperatura, los
vientos y las lluvias tantos como cualquier otro organismo. ¿Quién
pondrá en duda estas influencias? Cuando el tiempo es bueno y es buena
la cosecha, y cuando los hombres se sienten a gusto, es mucho menos
probable que de pequeñas disputas resulten puñaladas. Si el tiempo es
malo y la cosecha pobre, los hombres se vuelven irritables y sus
disputas adquieren carácter mas violento.
Causas fisiológicas.
Las causas fisiológicas, las que dependen de la estructura del
cerebro, órganos digestivos y sistema nervioso, son sin duda más
importantes que las causas físicas. La influencia de capacidades
heredadas, así como de la estructura física sobre nuestros actos, han
sido objeto de tan profunda investigación que podemos formarnos una idea
bastante correcta de su importancia.
Cuando Cesare Lombroso afirma que la mayoría de los que habitan
nuestras cárceles tienen algún defecto en su estructura cerebral,
podemos aceptar tal afirmación siempre que comparemos los cerebros de
los que mueren en prisión con los de quienes mueren fuera en condiciones
de vida generalmente malas. Cuando demuestra que los asesinatos más
brutales los cometen individuos que tienen algún defecto mental grave,
aceptamos lo que dice si tal afirmación la confirman los hechos. Pero
cuando Lombroso declara que la sociedad tiene derecho a tomar medidas
contra los deficientes, no aceptamos seguirle. La sociedad no tiene
derecho a exterminar al que tenga el cerebro enfermo. Admitimos que
muchos de los que cometen estos actos atroces son casi idiotas. Pero no
todos los idiotas se hacen asesinos.
En muchas familias, tanto en los manicomios, como en los palacios,
hay idiotas con los mismos rasgos que Lombroso considera característicos
del «loco criminal». La única diferencia entre ellos y los que van al
patíbulo es el medio en que viven. Las enfermedades cerebrales pueden
ciertamente estimular el desarrollo de las tendencias asesinas, pero no
es algo inevitable. Todo depende de las circunstancias de quien sufra
la enfermedad mental.
Toda persona inteligente podrá ver, por los datos acumulados, que la
mayoría de los individuos a los que se trata hoy como delincuentes son
hombres que padecen alguna enfermedad, y a quienes en consecuencia, es
necesario curar lo mejor posible en vez de enviarlos a la cárcel, donde
su enfermedad sólo puede agravarse.
Si nos sometiésemos todos a un riguroso análisis, veríamos que a
veces pasan por nuestra mente, rápidos como centellas, los gérmenes de
ideas que son los fundamentos de las malas acciones. Rechazamos estas
ideas, pero si hubiesen hallado un eco favorable en nuestras
circunstancias o si otros sentimientos, como el amor, la piedad o la
fraternidad, no hubiesen contrarrestado estas chispas de pensamientos
egoístas y brutales, habrían acabado llevándonos a una mala acción. En
suma, las causas fisiológicas juegan un papel importante en arrastrar a
los hombres a la cárcel, pero no son las causas de la «criminalidad»
propiamente dicha. Estas afecciones de la mente, el sistema cerebro-
espinal, etc., podemos verlas en estado incipiente en todos nosotros. La
inmensa mayoría padecemos alguno de esos males. Pero no llevan a la
persona a cometer un acto antisocial a menos que circunstancias externas
les den una inclinación mórbida.
Causas sociales.
Si las causas físicas tienen tan vigorosa influencia en nuestras
acciones, si nuestra fisiología es tan a menudo causa de los actos
antisociales que cometemos, ¡cuanto más poderosas son las causas
sociales! Las mentes más avanzadas e inteligentes de nuestra época
proclaman que es la sociedad en su conjunto la responsable de los actos
antisociales que se cometen en ella. Igual que participamos de la
gloria de nuestros héroes y genios, compartimos los actos de nuestros
asesinos.
Nosotros les hicimos lo que son, a unos y otros.
Año tras año crecen miles de niños en medio de la basura moral y
material de nuestras grandes ciudades, entre una población desmoralizada
por una vida mísera. Estos niños no conocen un verdadero hogar. Su
casa es una choza mugrienta hoy y las calles mañana.
Crecen sin salida decente para sus jóvenes energías. Cuando vemos a
la población infantil de las grandes ciudades crecer de ese modo, no
podemos evitar asombrarnos de que tan pocos de ellos se conviertan en
salteadores de caminos y en asesinos. Lo que me sorprende es la
profundidad de los sentimientos sociales entre el género humano, la
cálida fraternidad que se desarrolla hasta en los barrios peores. Sin
ella, el número de los que declarasen guerra abierta a la sociedad sería
aun mayor. Sin esta amistad, esta aversión a la violencia no quedaría
en pie ninguno de nuestros suntuosos palacios urbanos.
Y al otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en las calles?
Lujo, estúpido e insensato, tiendas elegantes, material de lectura
dedicado a exhibir la riqueza, ese culto al dinero que crea la sed de
riqueza, el deseo de vivir a expensas de otros. El lema es:
«Hazte rico. Destruye cuanto se interponga en tu camino y hazlo por
cualquier medio, salvo los que puedan llevarte a la cárcel». Se
desprecia hasta tal punto el trabajo manual, que nuestras clases
dominantes prefieren dedicarse a la gimnasia que manejar la sierra o la
azada. Una mano callosa se considera signo de inferioridad y un vestido
de seda, de superioridad.
La sociedad misma crea diariamente estos individuos incapaces de
llevar una vida de trabajo honesto y llenos de impulsos antisociales.
Les glorifica cuando sus delitos se ven coronados del éxito financiero.
Les envía a la cárcel cuando no tiene «éxito». No servirán ya de nada
cárceles, verdugos y jueces cuando la revolución social haya cambiado
por completo las relaciones entre capital y trabajo, cuando no haya
ociosos, cuando todos puedan trabajar según su inclinación por el bien
común, cuando se enseñé a todos los niños a trabajar con sus propias
manos al mismo tiempo que su inteligencia y su espíritu, al ser
cultivados adecuadamente, alcanzan un desarrollo normal.
El hombre es resultado del medio en que se cría y en que pasa su
vida. Si se le acostumbra a trabajar desde la niñez, a considerarse
parte del conjunto social, a comprender que no puede hacer daño a otros
sin sentir al fin él mismo las consecuencias, habrá pocas infracciones
de las leyes morales. Las dos terceras partes de los actos que hoy se
condenan cómo delitos, son actos contra la propiedad.
Desaparecerán con la propiedad privada. En cuanto a los actos de
violencia contra las personas, disminuyen ya proporcionalmente al
aumento del sentido social y desaparecerán cuando ataquemos las causas
en vez de los efectos.
11. ¿Cómo curar a los infractores?
Hasta hoy, las instituciones penales, tan caras a los abogados, han
sido un compromiso entre la idea bíblica de venganza, la creencia
medieval en el dominio, la idea del poder del terror de los abogados
modernos y la de la prevención del crimen por medio del castigo.
No deben construirse manicomios para subsistir a las cárceles. Nada
más lejos de mi pensamiento, que idea tan execrable. El manicomio es
siempre cárcel. Lejos también de mi pensamiento esa idea, que los
filántropos airean de cuando en cuando, de que debe ponerse la cárcel en
manos de médicos y maestros. Lo que los presos no han hallado hoy en
la sociedad es una mano auxiliadora, sencilla y amistosa, que les ayude
desde la niñez a desarrollar las facultades superiores de su
inteligencia y su espíritu; facultades estas cuyo desarrollo natural han
obstaculizado o un defecto orgánico o las malas condiciones sociales a
que somete la propia sociedad a millones de seres humanos. Pero si
carecen de la posibilidad de elegir sus acciones, los individuos
privados de su libertad no pueden ejercitar estas libertades superiores
de la inteligencia y el corazón.
La cárcel de los médicos, el manicomio, sería mucho peor que nuestras
cárceles presentes. Sólo dos correctivos pueden aplicarse a esas
enfermedades del organismo humano que conducen al llamado delito:
fraternidad humana y libertad. No hay duda de que en toda sociedad, por
muy bien organizada que esté, aparecerán individuos que se dejen
arrastrar fácilmente por las pasiones y que pueden cometer de cuando en
cuando hechos antisociales.
Pero para impedir esto es necesario dar a sus pasiones una dirección sana, otra salida.
Vivimos hoy demasiado aislados. La propiedad privada nos ha llevado
al individualismo egoísta en todas nuestras relaciones mutuas. Nos
conocemos muy poco unos a otros; los puntos de contacto son demasiado
escasos. Pero hemos visto en la historia ejemplos de vida comunal mucho
más integrada: la «familia compuesta» en China, las comunas agrarias,
por ejemplo.
Estas gentes si se conocen entre sí. Las circunstancias las fuerzan a
ayudarse recíprocamente en un sentido material y moral. La vida
familiar, basada en la comunidad primigenia, ha desaparecido. Ocupará su
lugar una nueva familia, basada en la comunidad de aspiraciones. En
esta familia, los individuos se verán forzados a conocerse mutuamente, a
ayudarse entre sí y a apoyarse unos en otros moralmente en toda
ocasión. Y esta colaboración mutua impedirá el gran número de actos
antisociales que vemos hoy.
Se dirá, sin embargo, que habrá siempre algunos individuos, los
enfermos, si queréis llamarles así, que serán un peligro para la
sociedad. ¿No será necesario, pues, liberarnos de ellos, o impedir al
menos que hagan daño a otros? Ninguna sociedad, por muy poco inteligente
que sea, necesitará recurrir a una solución tan absurda, y ello tiene
un motivo. Antiguamente se consideraba a los locos posesos de demonios y
se les trataba en consecuencia.
Les mantenían presos en sitios como establos, encadenados a la pared
como animales peligrosos. Luego Pinel, hombre de la gran revolución se
atrevió a eliminar aquellas cadenas y probó a tratarles como hermanos.
«Te devorarán», gritaron los guardianes. Pero Pinel no tuvo miedo.
Aquellos a quienes se consideraba bestias salvajes se reunieron
alrededor de Pinel y demostraron con su actitud que él tenía razón al
creer en el mejor aspecto de la naturaleza humana, aun cuando la
enfermedad nublase la inteligencia. Y ganó la causa. Se dejo de
encadenar a los locos.
Luego, los campesinos del pueblecito belga de Gheel encontraron algo mejor. Dijeron:
«Mandadnos vuestros locos. Nosotros les daremos libertad total». Les
adoptaron en sus familias, les dieron un sitio en sus mesas,
oportunidad de cultivar con ellos sus campos y un puesto entre sus
jóvenes en bailes y fiestas. «Comed, bebed y bailad con nosotros.
Trabajad y corred por el campo y sed libres.» Este era el sistema, esta
era toda la ciencia que sabían los campesinos belgas. (Hablo de los
primeros tiempos. Hoy el tratamiento de los locos en Gheel se ha
convertido en profesión y, siendo profesión y persiguiendo el lucro,
¿qué significado puede poseer?) Y la libertad obró un milagro. Los
locos se curaron. Incluso los que tenían lesiones orgánicas incurables
se convirtieron en miembros dóciles y tratables de la familia, como el
resto. La mente enferma podía seguir trabajando de un modo anormal pero
el corazón estaba en su sitio. Se proclamó el hecho como un milagro.
Se atribuyeron estos notables cambios a la acción milagrosa de santos y
vírgenes. Pero la virgen era la libertad y el santo, trabajo en el
campo y trato fraternal. En uno de los extremos del inmenso «espacio
que media entre enfermedad mental y delito» del que Maudsley habla, la
libertad y el trato fraternal obraron su milagro.
También lo obrarán por el otro extremo.
12. Conclusión.
La cárcel no impide que se produzcan actos antisociales. Multiplica
su número. No mejora a los que pasan tras sus muros. Por mucho que se
reforme, las cárceles seguirán siendo siempre lugares de represión,
medios artificiales, como los monasterios, que harán al preso cada vez
menos apto para vivir en comunidad. No logran sus fines.
Degradan la sociedad. Deben desaparecer. Son supervivencia de barbarie mezclada con filantropía jesuítica.
El primer deber del revolucionario será abolir las cárceles: esos
monumentos de la hipocresía humana y de la cobardía. No hay porque temer
actos antisociales en un mundo de iguales, entre gente libre, con una
educación sana y el hábito de la ayuda mutua. La mayoría de estos actos
ya no tendrían razón de ser. Los restantes serían sofocados en origen.
En cuanto a aquellos individuos de malas tendencias que nos legará la
sociedad actual tras la revolución, será tarea nuestra impedir que
ejerciten tales tendencias. Esto se logrará ya muy eficazmente mediante
la solidaridad de todos los miembros de la comunidad contra tales
agresores. Si no lo lográsemos en todos los casos, el único correctivo
práctico seguiría siendo tratamiento fraternal y apoyo moral.
No es esto una utopía. Se ha hecho ya con individuos aislados y se
convertirá en práctica general. Y estos medios serán mucho más poderosos
para proteger a la sociedad de actos antisociales que el sistema
actual de castigo que es fuente constante de nuevos delitos.
Piotr Kropotkin
Fuente: http://abajolosmuros.wordpress.com/
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