El anarquismo y yo
Los
detractores del anarquismo no se hacen todos la misma idea del peligro
ideológico que éste representa y esta idea varía en función de su grado de
armamento y de las posibilidades legales que tengan para hacer uso de él.
Mientras que en España, entre 1936 y 1939, el anarquismo fue considerado de tal
forma peligroso para la sociedad que se tiraba sobre él desde ambos lados (no
estuvo expuesto solamente, de cara, a los fusiles alemanes e italianos sino
también, por la espalda, a las balas rusas de sus “aliados” comunistas), el
anarquismo sueco era considerado en ciertos círculos radicales, y en particular
marxistas, como un romanticismo impenitente, una especie de idealismo político
en los círculos liberales bien enraizados. De manera más o menos consciente, se
cierra los ojos ante el hecho, sin embargo capital, de que la ideología
anarquista, unida a una teoría económica (el sindicalismo) desembocó en
Cataluña, durante la guerra civil, en un sistema de producción que funcionaba
perfectamente, basado en la igualdad económica y no en una nivelación mental,
en la cooperación práctica sin violencia ideológica y en la coordinación
racional sin asesinato de la libertad individual, conceptos contradictorios
que, desgraciadamente, parecen extenderse, cada vez más, en forma de síntesis.
Para empezar, y a fin de rechazar una variedad de crítica antianarquista como
la de la gente que confunde su pobre pequeño sillón de redactor con un barril
de pólvora y que, por ejemplo a la luz de ciertos reportajes sobre Rusia, creen
detentar el monopolio de la verdad sobre la clase obrera, tengo la intención,
en las líneas que siguen, de detenerme sobre esta forma de anarquismo que es
conocida, particularmente en los países latinos, con el nombre de anarco-sindicalismo
y en los que se ha mostrado de gran eficacia no solo para la conquista de las
libertades en otro tiempo sofocadas, sino también para la conquista del pan. En
la elección de una ideología política, este camino regio hacia un estadio de la
sociedad que se parezca al menos en algo a los ideales soñados antes de darse
cuenta que las guías terrestres son desesperadamente falsas, interviene, casi
siempre, la toma de conciencia del hecho de que la quiebra de las otras
posibilidades, ya sean nazis, fascistas, liberales o de cualquier otra
tendencia burguesa, o incluso socialistas autoritarias de todo tipo, no sólo se
manifiesta por la cantidad de ruinas, de muertos y de lisiados en los países
directamente alcanzados por la guerra, sino también por la cantidad de
neurosis, casos de locura y de desequilibrio en los países aparentemente
exceptuados como Suecia. El criterio de anomalía de un sistema social no
estriba solo en la irritante injusticia en el reparto de la comida, la ropa y
las posibilidades de la educación, sino que ha de alcanzar también a la
autoridad temporal que inspire el miedo entre sus administrados. Los sistemas
basados en el terror, como el nazismo, muestran al instante su naturaleza por
una brutalidad física que no conoce límites, pero una reflexión algo más
profunda lleva a la conclusión de que los sistemas estatales, por más
democráticos que sean, hacen recaer sobre el común de los mortales una carga de
angustia que ni los fantasmas ni las novelas policíacas pueden igualar. Todos
nos acordamos de aquellos grandes titulares, negros y terroríficos, en los
periódicos durante la época de Munich -¡cuántas neurosis no tendrán sobre la
conciencia!- pero la guerra de nervios que los amos del mundo están a punto de
llevar a cabo en este momento en Londres contra la población del globo, por
medio de la Asamblea General de la ONU, no es menos refinada. Dejemos de lado
lo que tiene de inadmisible el hecho de que cuatro delegados puedan jugar con
la suerte de más de un millón de seres humanos sin que nadie encuentre en ello
nada espantoso, pero ¿quién dirá hasta qué punto es bárbaro y horrible, desde
el punto de vista psicológico, el método por el que son regulados los destinos
del mundo? La violencia psíquica, que parece ser el denominador común de las políticas
que llevan a cabo países por otra parte tan distintos como Inglaterra y la
URSS, es ya suficiente para calificar de inhumanos sus regímenes respectivos.
Parece que, para los regímenes autoritarios, ya sean democráticos o
dictatoriales, los intereses del Estado acaban por llegar a ser un fin en sí
ante el cual deba desaparecer el objetivo original de la política: favorecer
los intereses de ciertos grupos humanos. Por desgracia, la defensa del elemento
humano en política ha sido transformada en slogan vacío de sentido por una
propaganda liberal que ha camuflado los intereses egoístas de ciertos
monopolios bajo el velo de dogmas humanitarios empalagosos y sin gran contenido
idealista, pero esto no puede naturalmente, por sí solo, poner en peligro la capacidad
humana de adaptación, como quieren hacernos creer los propagandistas de la
doctrina estatal. El proceso de abstracción que ha experimentado el concepto de
Estado durante los años es, para mí, una de las convenciones más peligrosas de
todo el bosque de convenciones que el poeta debe atravesar. La adoración de lo
concreto, de lo cual Harry Martinson se ha dado cuenta a lo largo de su viaje a
la URSS, que era el meollo de la doctrina estatal (y que se manifestaba por los
retratos de Stalin de cualquier tamaño o modelo) no era más que un atajo en el
camino que lleva a esta canonización de lo Abstracto que forma parte de las
características más espantosas del concepto de Estado. Es precisamente lo
abstracto lo que, por su intangibilidad, por su emplazamiento fuera de la
esfera de influencias, puede dominar la acción, paralizar la voluntad,
entorpecer las iniciativas y transformar la energía en una catastrófica
neurosis de la subordinación por medio de una brutalidad psíquica que puede,
ciertamente, durante un tiempo, garantizar a los dirigentes una cierta dosis de
paz, de confort y de aparente soberanía política, pero que no puede tener, a
fin de cuentas, más que los efectos de un bumerang social. La compensación
electoral que una sociedad estatal ofrece al individuo por la capacidad de
acción de la que es privado es insuficiente en sí y lo será cada vez más a
medida que su capacidad interior de iniciativa se vea comprimida. Los
invisibles lazos que, por encima de las nubes, unen en una misma comunidad de
destino, complejo pero grandioso, el Estado y las altas finanzas, los
dirigentes con los que los manipulan, y la política con el dinero, infunden a
la parte noiniciada de la humanidad un fatalismo tal que ni las sociedades de
Estado para la construcción de viviendas ni las novelas callejeras de Upton
Sinclair han conseguido cortar. Puede decirse pues que el Estado democrático de
la era contemporánea representa una variedad completamente nueva de inhumanidad
que en nada desdice a los regímenes autocráticos de épocas anteriores. El
principio “dividir para reinar” ciertamente no ha sido abandonado pero la
angustia que resulta del hambre, la angustia que resulta de la sed, la angustia
que resulta de la inquisición social, al menos en principio, debe ceder el
lugar, en tanto que medio de soberanía en el cuadro del Estado-providencia, a
la angustia que resulta de la incertidumbre y de la incapacidad en la que se
encuentra el individuo de disponer de lo esencial de su propio destino. Hundido
en el fondo del Estado el individuo es presa de un sentimiento punzante de
incertidumbre y de impotencia que recuerda la situación de la cáscara de nuez
en el Maelström o aquella del vagón de tren, atado a una locomotora loca,
dotada de razón, pero sin posibilidad de comprender las señales ni de reconocer
la entrada en agujas. Algunos han intentado definir el análisis obsesivo de la
angustia que caracteriza mi libro La Serpiente como una especie de
“romanticismo de la angustia”, pero el romanticismo implica una inconsciencia
analítica, una forma deliberada de ignorar cualquier hecho que no cuadrara con
la idea que se hace de las cosas. Mientras que el romántico de la angustia,
lleno de una secreta alegría al ver de súbito que todo concuerda, desea
incorporar el conjunto en su sistema de angustia, el analista de la angustia
lucha contra este conjunto, con su análisis como baluarte, poniendo al
descubierto por medio de su estilete todas sus secretas ramificaciones. En el
plano político, esto implica que el romántico, que acepta todo aquello que
pueda alimentar las candelas de su fe, nada tiene que reprochar a un sistema
social basado en la angustia e incluso se lo hace suyo con una fatal alegría.
Para mí, que soy por el contrario un analista de la angustia, ha sido
necesario, con la ayuda de un método analítico de sucesivas exclusiones,
encontrar una solución dentro de la cual cualquier máquina social pueda
funcionar sin tener que recurrir a la angustia o al miedo como fuente de
energía. Es bien seguro que esto supone una dimensión política completamente
nueva que debe ser desembarazada de aquellas convenciones que habíamos
considerado como indispensables. La psicología sociológica debe darse como
tarea destruir el mito de la “eficacia” del centralismo: la neurosis, causada
por la falta de perspectiva y por la imposibilidad de identificar su situación
en la sociedad no puede ser compensada por ventajas materiales puramente
aparentes. El estallido de la macro-colectividad en pequeñas unidades
individuales, cooperando entre ellas, pero por otra parte autónomas, que
preconiza el anarco-sindicalismo, es la única solución psicológica posible en
un mundo neurótico donde el peso de la super estructura política hace tambalear
al individuo. La objeción según la cual la cooperación internacional sería entorpecida
por la destrucción de los distintos Estados no resiste el mínimo análisis; ya
que nadie podría osar sostener que la política extranjera llevada a cabo, en el
plano mundial, por los distintos estados haya contribuido a aproximar las
naciones unas a otras. Más seria es la objeción según la cual la humanidad no
sería, cualitativamente hablando, capaz de hacer funcionar una sociedad
anarquista. Quizá sea exacto hasta un cierto punto: el reflejo del grupo,
inculcado por la educación, así como la parálisis de la iniciativa han tenido
efectos absolutamente nefastos en un pensamiento político que se salía de los
caminos trazados (es por esta razón que he elegido exponer mis ideas sobre el
anarquismo principalmente bajo una forma negativa). Pero dudo que el autoritarismo
y el centralismo sean innatos en el hombre. Creería más bien, por el contrario,
que un pensamiento nuevo, que a falta de algo mejor yo llamaría primitivismo
intelectual y que, mediante un fino análisis, llevaría a cabo una radiografía
de las principales convenciones dejadas de lado por su antepasado el
privitivismo sexual, acabaría por hacer prosélitos entre aquellos que, al
precio, entre otras cosas, de neurosis y de guerras mundiales, quieren hacer
coincidir sus cálculos con los de Marx, Adam Smith o el papa. Esto supone
quizá, a su vez, una nueva dimensión literaria de la cual valdría la pena
explorar los principios. El escritor anarquista (a la fuerza pesimista al ser
consciente de que su contribución no puede ser más que simbólica) puede, por el
momento, atribuirse con buena conciencia el modesto papel de gusano de tierra
en el humus cultural que, sin él, quedaría estéril a causa de la sequía de las
convenciones. Ser el político de lo imposible en un mundo donde los políticos
de lo posible son muy numerosos es, a pesar de todo, un rol que me satisface a
la vez como ser social, como individuo y como autor de La Serpiente.
Stig Dagerman, 1946
Extraído del libro
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable
Anexos:
Stig Dagerman, un escritor anarquista.
Marc Tomsin
El anarquismo y yo
Stig Dagerman
Stig Dagerman, o la tragedia del genio
Federica Montseny
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