El anarquismo como caos
Sean cuales sean las preferencias
personales de Brown, su libro refleja y a la vez proporciona las premisas de la
transición de los anarquistas euro-americanos del anarquismo social al
anarquismo individualista o personal. De hecho, el anarquismo personal hoy en
día se expresa principalmente a través de grafitis realizados con spray, el
nihilismo posmodernista, el antirracionalismo, el neoprimitivismo, la
antitecnología, el «terrorismo cultural» neosituacionista, el misticismo y la
«práctica» de llevar a cabo
«insurrecciones personales» foucaultianas.
Estas tendencias de moda, que siguen
casi todas las corrientes yuppies actuales, son individualistas en el
importante sentido de que son contrarias al desarrollo de unas organizaciones
serias, unas políticas radicales, un movimiento social comprometido, una
coherencia teórica y una relevancia programática. Esta tendencia entre los
anarquistas personales, más orientada a la consecución de la «propia
realización» que a la de un cambio social esencial, es tanto más nefasta cuanto
que su «giro hacia adentro», como lo ha llamado Katinka Matson, pretende ser
político; si bien se parece a la «política de la experiencia» de R. D. Laing.
La bandera negra que los revolucionarios defensores del anarquismo social
izaron en las luchas insurreccionales en Ucrania y España, se convierte ahora
en un «pareo» de moda para deleite de pequeñoburgueses chics.
Uno de los ejemplos más desagradables
del anarquismo personal es T.A.Z.: Zona Temporalmente Autónoma, Anarquía
Ontológica, Terrorismo Poético de Hakim Bey (alias de Peter Lamborn Wilson),
una perla de la colección New Autonomy Series (la elección de las palabras no
es accidental), publicado por el grupo extremadamente posmodernista
Semiotext(e)/Autono’media de Brooklyn. Entre cánticos al «caos», el «amour
fou», los «niños salvajes», el «paganismo», el «sabotaje al arte», las «utopías
piratas», la «magia negra como acción revolucionaria», el «delito» y la
«brujería», por no hablar de los elogios al «marxismo-stirnerismo», la llamada
a la autonomía se lleva a unos extremos tan absurdos que llegan a parecer
ridiculizar una ideología absorbida por sí misma y autoabsorbente. T.A.Z. se
presenta como un estado mental, una actitud fervientemente antirracional y
anticivilizatoria, donde la desorganización se concibe como una forma de arte y
los grafitis suplantan los programas. Bey (su pseudónimo significa «jefe» o
«príncipe» en turco) no tiene pelos en la lengua a la hora de mostrar su desprecio
por la revolución social: «¿Por qué molestarse en enfrentarse a un ‘poder’ que
ha perdido todo su significado y se ha convertido en pura simulación? Confrontaciones
tales sólo han de resultar en grotescos y peligrosos espasmos de violencia» (TAZ,
p. 128). ¿«Poder» entre comillas? ¿Una pura simulación? Si lo que está pasando
en Bosnia en cuanto a capacidad de destrucción militar es una pura
«simulación», ¡estamos realmente viviendo en un mundo muy seguro y cómodo! El
lector preocupado por la constante multiplicación de las patologías sociales de
la vida moderna podrá tranquilizarse con la opinión altiva de Bey de que «el
realismo nos impone no sólo dejar de esperar «la Revolución», sino incluso
dejar de desearla» (TAZ, p.101). ¿Nos sugiere este pasaje que disfrutemos de la
serenidad del nirvana? ¿O una nueva «simulación» baudrillardiana? ¿O tal vez un
nuevo «imaginario» castoriadiano?
Tras eliminar el objetivo
revolucionario clásico de transformar la sociedad, Bey se burla con
condescendencia de aquellos que lo arriesgaron todo por él: «el demócrata, el
socialista, el ideólogo racional [ . . .] están sordos a la música y les falta
todo sentido del ritmo» (TAZ, p. 66). ¿De veras? ¿Han dominado los propios Bey
y sus acólitos los versos y música de La Marseillaise y bailado extáticos a los
ritmos de la Danza de los Marineros Rusos de Gliere? Hay una pesada arrogancia
en el desdén de Bey hacia la floreciente cultura que crearon los
revolucionarios del siglo pasado, gente obrera ordinaria de la época anterior
al rock and roll y a Woodstock.
Efectivamente, cualquiera que entre en
el mundo de ensueño de Bey es invitado a abandonar cualquier contrasentido
sobre el compromiso social. «¿Un sueño democrático? ¿Un sueño socialista?
Imposible», declara Bey con una certeza absoluta. «En el sueño jamás nos
gobiernan sino el amor o la brujería» (TAZ, p.64). Así, Bey reduce
magistralmente los sueños de un nuevo mundo evocados durante siglos por
idealistas en grandes revoluciones a la sabiduría de su mundo
de sueños febriles.
En cuanto a un anarquismo «lleno de
las telarañas del humanismo ético, del librepensamiento, del ateísmo muscular y
de la tosca lógica fundamentalista cartesiana» (TAZ, p. 52), ¡mejor olvidarlo!
Bey no sólo se deshace, de un solo golpe, de la tradición de la Ilustración en
que la se anclaron el anarquismo, el socialismo y el movimiento revolucionario,
sino que además mezclas naranjas como la «lógica fundamentalista cartesiana»
con manzanas como el «librepensamiento» y el «humanismo muscular», como si
fueran intercambiables o uno presupusiera el otro.
Aunque el propio Bey no duda en ningún
momento en hacer declaraciones soberbias y lanzarse a polémicas impetuosas, no
tiene paciencia con los «ideólogos en disputa del anarquismo y del pensamiento
libertario» (TAZ, p. 46). Proclamando que «la anarquía no conoce dogma» (TAZ,
p. 52), Bey sumerge a sus lectores en el dogma más rígido que haya habido: «El
anarquismo implica en última instancia anarquía, y la anarquía es caos» (TAZ,
p. 64). Así dijo el Señor: «Yo soy aquel que soy»; ¡y Moisés tembló antes de la
proclamación!
Incluso, en un ataque de narcisismo
maníaco, Bey decreta que es el ego todopoderoso, el «Yo» altísimo, el Gran «Yo»
el que es soberano: «Cada uno de nosotros [es] el legislador de nuestra propia
carne, de nuestras propias creaciones; y también de todo aquello que podamos
capturar y conservar». Para Bey, los anarquistas y monarcas —y beys— pasan a
ser indistinguibles, en la medida en que son todos autarcas:
Nuestras
acciones están justificadas por decreto y nuestras relaciones se conforman con
tratados con otros autarcas. Establecemos la ley en nuestros propios dominios;
y las cadenas de la ley se han roto. Por el momento quizás nos mantengamos como
meros pretendientes; pero aun así podemos apoderarnos de algunos instantes, de
algunos metros cuadrados de realidad sobre los que imponer nuestra voluntad
absoluta, nuestro royaume. L’etat, c’est moi. [ . . .] Si estamos vinculados a
alguna ética o moral ha de ser la que nosotros mismos hayamos imaginado. (TAZ,
p. 67).
¿L’Etat, c’est moi? Como los beys, me
vienen en mente al menos dos personas de este siglo que disfrutaron de estas
amplias prerrogativas: Iósif Stalin y Adolf Hitler. La mayoría del resto de los
mortales, tanto ricos como pobres, compartimos, en palabras de Anatole France,
la prohibición de dormir bajo los puentes del Sena. En efecto, si De la autoridad de Friedrich
Engels, con su defensa de la jerarquía, representa una forma burguesa de
socialismo, TAZ y sus secuelas representan una forma burguesa de anarquismo.
«No hay devenir», dice Bey, «ni revolución, ni lucha, ni sendero; [si] tú ya
eres el monarca de tu propia piel; tu inviolable libertad sólo espera
completarse en el amor de otros monarcas: una política del sueño, urgente como
el azul del cielo»: unas palabras que podrían inscribirse en la Bolsa de Nueva
York como credo del egotismo y la indiferencia social (TAZ, p. 4).
Ciertamente, esta opinión no
desagradará a los centros de «cultura» capitalista más de lo que el pelo largo,
la barba y los vaqueros han desagradado al negocio de la alta moda. Por desgracia,
demasiada gente en este mundo —nada de «simulaciones» o «sueños»— ni tan sólo
es dueña de su propio pellejo, como lo demuestran los presos en cuadrillas de
encadenados y cárceles en su plasmación más concreta. Nadie ha escapado nunca
del reino terrenal de la miseria con «una política de sueños» salvo los
pequeñoburgueses privilegiados que podrían encontrar los manifiestos de Bey
distraídos especialmente en los momentos de tedio.
Para Bey, de hecho, incluso las
insurrecciones revolucionarias clásicas ofrecen poco más que un colocón
personal, reminiscencia de las «experiencias límite» de Foucault. «Una revuelta
es como una experiencia límite»(TAZ, p. 100), asegura. Históricamente, «algunos
anarquistas [ . . .] tomaron parte en todo tipo de revoluciones y
levantamientos, incluso comunistas y socialistas», pero eso fue «porque encontraron
en el momento mismo de la sublevación la libertad que buscaban. Por tanto,
mientras que la utopía siempre ha fracasado hasta ahora, los anarquistas individualistas
o existencialistas han triunfado en tanto han conseguido (por muy brevemente
que sea) la realización de su voluntad de poder en la guerra» (TAZ, p. 88). La
revuelta obrera austriaca de febrero de 1934 y la guerra civil española de 1936,
puedo afirmar, no fueron meramente «momentos de insurrección» orgiásticos, sino
duras luchas mantenidas con una seriedad desesperada y un impulso magnífico, no
obstante, cualesquiera epifanías estéticas.
No obstante, la insurrección se
convierte para Bey en poco más que un «viaje» psicodélico, donde el Superhombre
nietzscheano, que es del agrado de Bey, es un «espíritu libre» que no hubiera
querido perder el tiempo «en agitación por la reforma, en protesta, en
ensoñación visionaria, en todo tipo de martirio revolucionario». Probablemente
los sueños son aceptables siempre y cuando no sean «visionarios» (léase: con un
compromiso social); Bey preferiría «beber vino» y tener una «epifanía privada»
(TAZ, p. 88), lo que implica poco más que una masturbación mental, libre, sin
duda, de los límites de la lógica cartesiana.
No debería sorprendernos saber que Bey
está a favor de las ideas de Max Stirner, que «no se entrega a la metafísica, y
no obstante otorga al Único [o sea, el Ego] una rotundidad absoluta» (TAZ, p.
68). Cierto, Bey opina que hay «un ingrediente que falta en Stirner»: «Una
noción activa de conciencia no ordinaria» (TAZ, p. 68). Parece ser que Stirner
es demasiado racionalista para Bey. «El Oriente, lo oculto, las culturas
tribales poseen técnicas que pueden ser ‘asimiladas’ de manera verdaderamente
anárquica [ . . .] Necesitamos un tipo práctico de «anarquismo místico» [ . .
.] una democratización del chamanismo, ebria y serena» (TAZ, p. 63). Así, Bey
llama a sus discípulos a convertirse en «brujos» y les propone que utilicen la
«maldición malaya del djinn negro».
¿Qué es, en suma, una «zona
temporalmente autónoma»? «La TAZ es como una revuelta al margen del Estado, una
operación guerrillera que libera un área —de tierra, de tiempo, de imaginación—
y entonces se autodisuelve para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo,
antes de que el Estado pueda aplastarla» (TAZ, p. 101). En una TAZ «muchos de
nuestros Verdaderos Deseos podrían verse realizados, aunque sólo sea por una
temporada, una breve utopía pirata, una zona libre urdida en el viejo continuum
del espacio-tiempo». Entre «las TAZ potenciales» están «las reuniones tribales
de los sesenta, los cónclaves de ecosaboteadores, la idílica Beltane de los
neopaganos, las grandes conferencias anarquistas, los círculos gays»; sin
olvidar «los nightclubs, los banquetes» y «los grandes picnics libertarios» (TAZ,
p. 100): ¡nada más ni nada menos! Puesto que fui miembro de la Liga Libertaria
en los años sesenta, ¡me encantaría ver a Bey y a sus seguidores aparecer en un
«gran picnic libertario»!
La TAZ es tan pasajera, tan volátil,
tan inefable en contraste con el Estado y la burguesías formidablemente
estables que «tan pronto como una TAZ es nombrada [ . . .] debe desaparecer,
desaparece de hecho [ . . . ] resurgiendo de nuevo en otro lugar» (TAZ, p.
101). Una TAZ, en realidad, no es una revuelta sino una simulación, una
insurrección tal y como se vive en la imaginación de un cerebro juvenil, una retirada
segura a la irrealidad. En efecto, Bey proclama: «La defendemos [la TAZ] porque
puede proveer la clase de intensificación asociada con la revuelta sin conducir
necesariamente [!] a su violencia y sacrificio» (TAZ, p. 101). Más precisamente,
como un happening de Andy Warhol, la TAZ es un evento pasajero, un orgasmo
momentáneo, una expresión fugaz de «la fuerza de la voluntad» que es, de hecho,
evidentemente incapaz de dejar cualquier marca en la personalidad, subjetividad
o siquiera en la autoformación del individuo, y menos aún de dar forma a los
acontecimientos o a la realidad.
Dada la esencia evanescente de las
TAZ, los seguidores de Bey pueden disfrutar del privilegio pasajero de vivir
una «existencia nómada», ya que «la falta de hogar puede ser en un sentido una
virtud, una aventura» (TAZ, p. 130). Por desgracia, la falta de hogar puede ser
una «aventura» si se tiene un hogar confortable al que volver, mientras que el
nomadismo es el lujo característico de aquellos que pueden permitirse vivir sin
ganarse la vida. La mayoría de los vagabundos «nómadas»
que recuerdo tan vivamente de la época
de la Gran Depresión llevaban unas vidas desesperadas de hambre, enfermedad e
indignidad y a menudo morían prematuramente; como aún lo hacen hoy en día en
las calles de las ciudades estadounidenses. Las pocas personas de estilo gitano
que parecían disfrutar de la «vida de la carretera» eran, en el mejor de los
casos, de carácter idiosincrático y, en el peor de los casos, trágicamente
neuróticos. Tampoco puedo ignorar otra «insurrección» que propone Bey: en
particular, la del «analfabetismo voluntario» (TAZ, p. 129).
Aunque lo defiende como una revuelta
frente al sistema educativo, su efecto más deseable sería hacer los distintos
preceptos ex cátedra de Bey inaccesibles a sus lectores.
Tal vez no pueda darse una mejor
descripción del mensaje de T.A.Z. que el que apareció en la Whole Earth Review,
donde se recalca que el panfleto de Bey está «convirtiéndose rápidamente en la
biblia contracultural de los años noventa [ . . .] Mientras que muchos de los
conceptos de Bey son afines a las doctrinas del anarquismo», la revista
tranquiliza a su clientela yuppie afirmando que éste se aleja deliberadamente
de la retórica habitual de derrocar al gobierno. «En vez de ello, prefiere la
naturaleza versátil de las «revueltas», que opina que ofrecen unos «momentos de
intensidad [que pueden] dar forma y sentido a la totalidad de una vida». Estas
bolsas de libertad, o zonas temporalmente autónomas, permiten al individuo evadirse
de las redes esquemáticas del Gran Gobierno y vivir ocasionalmente en unos reinos
donde se pueda experimentar brevemente la libertad total».
Existe una palabra en yiddish para
todo esto: nebbich! Durante los años sesenta, el grupo de afinidad Up Against
the Wall Motherfuckers propagó una confusión, desorganización y «terrorismo
cultural» similares, para desaparecer del escenario político poco tiempo
después. Efectivamente, algunos de sus miembros se incorporaron al mundo
comercial, profesional y de clase media que antes habían manifestado despreciar.
Este comportamiento no es único de Estados Unidos. Como un «veterano» francés
del mayo-junio de 1968 dijo cínicamente: «Ya nos divertimos en 1968; ahora es hora de que crezcamos». El
mismo ciclo sin salida, salpicado de referencias anarquistas, se repitió
durante una revuelta de jóvenes altamente individualista en Zúrich en 1984, que
terminó con la creación de Needle Park, un célebre lugar para adictos a la
cocaína y el crack establecido por las autoridades de la ciudad para permitir a
los jóvenes destruirse a sí mismos legalmente.
La burguesía no tiene nada que temer
de esas proclamas estéticas. Con su aversión por las instituciones,
organizaciones de masa, su orientación ampliamente subcultural, su decadencia
moral, su aclamación de la transitoriedad y su rechazo de programas, ese tipo de
anarquismo narcisista es socialmente inocuo y, a menudo, meramente una válvula
de seguridad para el descontento respecto al orden social imperante. Con Bey,
el anarquismo personal huye de toda militancia social significativa y del firme
compromiso ha-cia proyectos duraderos y creativos, al diluirse en las quejas,
en el nihilismo postmoderno y en una mareante actitud nietzscheana de
superioridad elitista.
El precio que el anarquismo pagará si
permite que esta bazofia sustituya a los ideales libertarios de las épocas
anteriores será enorme. El anarquismo egocéntrico de Bey, con su alejamiento
postmoderno en dirección a la «autonomía» individual, a las
«experiencias-límite» foucaultianas y al «éxtasis» neosituacionista, amenaza con
convertir la misma palabra anarquismo en política y socialmente inofensiva: en
una simple moda para el deleite de los pequeñoburgueses de todas las edades.
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