MISTERIO Y JERARQUÍA. SOBRE
LO INASIMILABLE DEL ANARQUISMO.
UNO
En cada ciudad del mundo, por más
pequeña que sea, hay al menos una persona que se reclama anarquista. Esta
solitaria e insólita presencia debe ocultar un significado que trasciende el
orden de la política, del mismo modo en que la dispersión triunfante de las
semillas no se resume en mera lucha por la supervivencia de un linaje botánico.
Quizá la evolución “anímica” de las especies políticas se corresponda con la
sabiduría del asperjamiento seminal en la naturaleza. De igual manera, las
ideas anarquistas nunca se orientaron según los métodos intensivos de la
“plantación” ideológico-partidaria: se desperdigaron siguiéndolas ondulaciones
inorgánicas de la hierba plebeya. Una doctrina construida a mediados del
siglo XIX logró extenderse a partir de una base bastante endeble, no más que un
puñado de personas implantadas en Suiza, Italia y España, hasta llegar a ser
conocida en casi todo lugar habitado de la tierra. Así las cosas, puede
considerarse al anarquismo, luego de la evangelización cristiana y la expansión
capitalista, como la experiencia migratoria más exitosa de la historia del
mundo. Quizá sea éste el motivo por el cual la palabra “anarquía”,
antigua y resonante, aún está aquí, a pesar de los pronósticos agoreros que
dieron por acabada a la historia libertaria. Mencionar al anarquismo supone una
suerte de “milagro de la palabra”, sonoridad lingüística casi equivalente a
despertarnos vivos cada nuevo día. Que el ideal anarquista haya aparecido en la
historia también puede ser considerado un milagro, un don de la política,
siendo la política, a su vez, donación de la imaginación humana. Sin
duda, la persistencia de aquella palabra se sustenta en su potencia crítica, en
la que habitan tanto el pánico como el consuelo, derivados ambos del estilo “de
garra” y del ansia de urgencia propios de los anarquistas: sus biografías
siempre han adquirido el contorno de la brasa caliente. Pero la idea anarquista
sobrevive también porque en las significaciones que ella absorbe se condensa el
malestar humano causado por la jerarquía. Sin embargo, para la mayoría de las
personas, el anarquismo, como saber político y como proyecto comunitario, se ha
ido transformando en un misterio. No necesariamente en algo desconocido o
incognoscible, pero en algo semejante a un misterio. Incomprensible. Inaudible.
Inaparente. Nada hace suponer que la aparición histórica del anarquismo en el
siglo XIX fuera un acontecimiento necesario. Las ideologías obreristas, el
socialismo, la socialdemocracia, eran frutos inevitables germinados en la selva
de la vida industrial. Pero el anarquismo no: su presencia fue un suceso
inesperado, y cabe especular que podría no haberse presentado jamás en
sociedad. Sé que esta suposición es inútil, pues el anarquismo efectivamente
existió, y cualquier historiador profesional sabría dispersar banderillas causales
sobre el mapa de la evolución de las ideas obreristas y de la política de
izquierda. Pero la ucronía que supone la especulación no es ociosa. Facetas
políticas del anarquismo estaban presentes en las proclamas marxistas, en las
ideas liberales, en las construcciones comunitarias de los primeros
sindicatos. ¿Por qué ocurrió entonces que este huésped molesto hizo su abrupta
y notoria aparición y se alojó como una astilla entre las ideas políticas de su
tiempo? ¿Fue el anarquismo una errata en el libro político de la modernidad?
¿El misterio de esta anomalía política es directamente proporcional al
misterio de la existencia de la jerarquía? Error o donación, el hecho es que en
ciertos momentos amplios sectores de la población confiaron y depositaron en el
anarquismo la clave de comprensión del secreto del poder jerárquico y a la vez
un ideal de disolución del mismo. Cada época segrega una suerte de
“inconsciente político”, punto ciego y centro de gravedad soterrado que no
admite ser pensado por un pueblo, y los lenguajes que tratan de penetrar en esa
zona son tratados como blasfemos, ictéricos o exógenos. El anarquismo fue la
astilla, el irritador de esa zona, la invención moderna que la propia
comunidad, oscuramente, necesitó a fin de poder comprender provisoriamente el
enigma del poder. Toda nación y toda experiencia comunitaria proponen
interrogantes casi insolubles a sus habitantes. Por eso mismo, en toda ciudad
se distribuyen ciertos recintos y rituales a fin de hacer provisionalmente
comprensibles sus malestares y sus enigmas. Así, prostíbulo, iglesia, estadio
de fútbol y sala de cine acogen los interrogantes lanzados por el deseo, la
creación del mundo, la guerra y la ensoñación. El anarquismo acogió los
interrogantes últimos asociados con el poder, fue el cráter de la política por
donde manaron respuestas radicales al problema, la encrucijada de ideas y
prácticas en que se condensó el drama de la libertad. El hecho de que, en sus
lenguajes y en sus conductas, la sinceridad consumara un vínculo sólido y
peculiar con la política, le concedió a ese movimiento de ideas una potestad
singular, que al marxismo-leninismo y al republicanismo demócrata, obligados a
continuas negociaciones entre fines y medios, ya les ha sido sustraída para
siempre. La irreductibilidad de la conducta y la innegociabilidad de la
convicción fueron las cualidades morales que garantizaron que la imaginación
popular confiara en líderes sindicales o en ciertos hombres ejemplares, aun
cuando quienes se reclamaban anarquistas fueran una minoría demográfica
en el campo político. Esa determinación demográfica explica por qué las vidas
de anarquistas han sido tan importantes como sus ideas. Cada vida de
anarquista era la prueba de que una porción de la libertad prometida existía en
la tierra. La jerarquía se aparece ante millones como una verticalidad,
inmemorial como una pirámide y perenne como un dios. Poco menos que
inderribable. Pero la historia de todo pueblo es la historia de sus
posibilidades existenciales, y la reaparición esporádica de la cuestión del
anarquismo –es decir, de la pregunta por el poder jerárquico– significa, quizá,
que la posibilidad radical sigue abierta, y que a través de ella retorna lo
reprimido en el orden de la política. El anarquismo sería entonces una sustancia
moral flotante que atrae intermitentemente a las energías refractarias de la
población. Opera como un fenómeno escaso, como un eclipse, un atractor de las
miradas que necesitan comprender la existencia del poder separado de la
comunidad. Cabría decir que el anarquismo no existe: es una insistencia.
DOS
A toda palabra se la evoca como
objeto de museo pero también se la degusta como a un fruto recién arrancado de
su rama. En el acto de nombrar, un equilibrio sonoro logra que en la rutinaria
osificación de las palabras se evidencie un resto alentador. El anarquismo, que
ha intimado con ese equilibrio por mucho tiempo, se debate ahora entre ser
tratado como resto temático por la paleontología historicista y su voluntad de
seguir siendo una rama de la ética (una posible moral colectiva) y una
filosofía política vital. Resolver esa tensión requiere identificar su “drama
cultural”, conformado por paradojas y remolinos, que se evidenció
particularmente en situaciones históricas de extremo peligro o bien cuando a
esta idea comenzó a restársele su tiempo. La lucha por expandir los alcances de
la libertad, mito, consigna y emblema afectivo que movilizó las energías
emotivas de millones de personas, ha sido la pasión del siglo XIX. A fines de
ese siglo el mito de la libertad se separó en tres direcciones, orientadas
por el comunismo, el reformismo y el anarquismo. Cuando aquella pasión
política fue “capturada” victoriosamente por el marxismo y adosada a toda la
imaginería y la maquinaria que hemos conocido bajo el nombre de comunismo o el
de sus diversas ramificaciones paralelas, no solamente se desplegó un modelo de
acción política y de formateo del “militante”, sino un triunfo histórico que a
la vez daría comienzo –aunque inadvertidamente para sus fieles– a su “drama
cultural”: la cristalización liberticida de una idea en un molde
despótico-nacional primero e imperial después. Décadas después, la larga
subordinación acrítica de la izquierda al modelo soviético le ha costado caro.
La obsesión por la eficacia y el centralismo, la relación oportunista entre
medios y fines, los silencios ante lo intolerable, son cargas históricas tan
pesadas que ni siquiera un santo o un titán podrían levantar. Muy difícilmente
volverá a renacer una creencia en el modelo “soviético” de revolución y
lentamente los partidos autodenominados marxistas van transformándose en
grupos apóstatas o en sectas en vías de extinción. Sus lenguajes y sus símbolos
crujen y se dispersan, quizá para siempre. El drama cultural del reformismo
socialdemócrata también deriva, en parte, y curiosa o tristemente, de su éxito
como sustituto del camino “maximalista” de transformación social. Las
expectativas depositadas en los partidos reformistas fueron enormes en la
mayoría de los países occidentales, entre la Primera Guerra Mundial y 1991, año
del fin del régimen comunista en la Unión Soviética. El “genio” del reformismo
residió en su habilidad para devenir un eficaz mediador entre poderosos y
“perdedores”, y para humanizar esa misma relación. Pero con el paso del tiempo
la socialdemocracia dejó de representar un avance en relación con la
cultura política conservadora para transformarse en ideal de administración del
estado de cosas en las democracias occidentales. La “puesta al día” de los
partidos conservadores, la desaparición del “cosmos soviético” y la renovada
pujanza del capitalismo en las últimas dos décadas la incapacitó para
diferenciarse de la derecha, más allá de los rituales relinchos morales. Su
drama cultural consiste en que la “reforma” está siendo llevada adelante por
fuerzas que tradicionalmente han sido consideradas de derecha, especialmente
cuando los cambios son llevados a cabo por líderes de centroizquierda. Perdido
el monopolio de la transformación en el capitalismo tardío, y siendo las reformas
comparativamente paupérrimas en relación con la actual y descarnada
construcción del mundo, el ciclo cultural del reformismo comienza a angostarse
dramáticamente. Ya es una moral de retaguardia. El comunismo siempre pareció
una corriente de río que se dirigía impetuosamente hacia su desembocadura
natural: el océano posthistórico unificador de la humanidad. Para sus críticos
ese río estaba sucio, irremediablemente poluído, pero incluso a ellos la
corriente les parecía indetenible. Y sin embargo, ese río se secó, como si un
sol sobrepotente lo hubiera licuado en un solo instante. Ha quedado, apenas, el
molde vacío del lecho. Y las estrías que allí restan y la resaca acumulada ya
están siendo numeradas y clasificadas por historiadores y comisarios de exposiciones.
En cuanto a metáforas hidrográficas, al anarquismo no le correspondería la
figura del río, sino la del géiser, como también la de la riada, el aluvión, el
río subterráneo, la inundación, la tromba marina, la rompiente de la ola, la
cabeza de tormenta. Todos, fenómenos naturales inesperados y desordenados
aunque dotados de una potencia singular e irrepetible. Esta diadema de fluidos
ya nos advierte sobre su drama, que no logra conciliar su poder trastornante y
su débil persistencia posterior, su capacidad para agitar y movilizar el
malestar social de una época y su incapacidad para organizarlo, su pugnante
tradición de acoso a la política de la dominación y su dificultad para
amplificar su sistema de ideas. La palabra “anarquismo” goza aún de un sonoro
aunque focalizado prestigio político (habiéndose salvado de las máculas
adosables al marxismo, ya que sus mutuas biografías divergieron hace ya mucho
tiempo). Ese prestigio –un poco equívoco– está teñido de un color tenebroso,
que no deja de ser percibido por muchos jóvenes como un aura lírica. Lo
tenebroso acopla al anarquismo a la violencia y al jacobinismo plebeyo; lo
lírico, al ansia de pureza y la intransigencia. Pero casi no hay anarquistas, o
bien sus voces carecen de audibilidad. Quizá nunca hayan existido demasiados,
si se acepta que la definición de anarquista supone una identidad “fuerte”,
esforzado activismo de rendimientos mínimos, y una ética exigente. Las
circunstancias históricas nunca les han sido propicias, pero aun así lograron
constituirse en “contrapesos” ético-políticos, compensación a una especie de
maldición llamada “jerarquía”. Quizás el mundo sea aún hospitalario porque este
tipo de contrapesos existen. Si en una ciudad sólo acontecieran comportamientos
automáticos, maquinales y resignados, sería inhabitable. El anarquismo,
pensamiento anómalo, representa “la sombra” de la política, lo inasimilable. Y
el anarquista, ser improbable, aun existiendo en cantidades demográficas casi
insignificantes, asume el destino de ejercer una influencia de tipo radial, que
muchas veces pasa inadvertida y otras se condensa en un acto espectacular.
Destino y condena, porque al anarquista no le es concedido establecer fáciles
ni rápidas negociaciones con la vida social actual, y justamente es esa dificultad
la que en algún momento de su existencia hace que el anarquista sufra su ideal
como un embrujo del que no sabe cómo liberarse. Aquella influencia tiene por
objetivo la disolución del viejo régimen psicológico, político y espiritual de
la dominación. Para llevarlo a cabo, el anarquismo ha recurrido a un arsenal
que sólo ocasionalmente –y no sustancialmente– puede ser acogido por otros
movimientos políticos: humor paródico, temperamento anticlerical, actitudes
irreductibles de autonomía personal, comportamiento insolente, impulso de la
acción política a modo de contrapotencia; acompañadas por una teoría que
radicaliza la crítica al poder hasta límites desconocidos antes de la época
moderna. Su imaginería impugnadora y su impulso crítico se nutren de una gigantesca
confianza en las capacidades creativas de los animales políticos una vez
liberados de la geometría centralista, concéntrica y vertical. La disolución
del mundo soviético y la crisis del pensamiento marxista parecieron conceder al
anarquismo la oportunidad de salir de las catacumbas. Sin embargo, la caída del
“sovietismo” arrastró al abanico socialista entero, pues incluso el anarquismo
estaba familiarizado con el imaginario comunista afectado por el derrumbe: era
una de las varillas sueltas. La caída de la “cortina de hierro”, festejada
mediáticamente como si se tratara del guillotinamiento de un monarca, abría
compuertas geopolíticas pero también clausuraba tradiciones emancipatorias. No
sólo lo peor, también lo mejor de ellas. Junto al desplome del orden soviético
se cerraba un espacio auditivo para los mensajes proféticos de rango salvífico.
Y en la voz anarquista siempre resonó un tono bíblico. Para sus profetas, el
orden burgués equivalía a Babilonia. A comienzos de los años ‘90 no estaba finalizando
la historia sino, quizás, el siglo XIX: se constataba que las doctrinas
marxistas, anarquistas e incluso las liberales en sentido estricto, estaban
licuándose y evaporándose de la historia del presente. Asistíamos al canto del
cisne del humanismo. Una de sus consecuencias es el borramiento de la memoria
social, es decir, de los lenguajes y símbolos que transportaban el proyecto
emancipador moderno y la antropología humana que le correspondía. Al mismo
tiempo, la política clásica, vinculada con la representación de intereses
(versión liberal), con la articulación de los antagonismos (versión reformista)
o con la pugna social contra el absolutismo y el orden burgués (izquierda y
anarquismo), se despotencia y deslegitima. Ya hace tiempo que la política, en
el rango mundial, opera según el modelo organizativo de la mafia, que ya es la
metáfora fundante de un nuevo mundo, y eso en todos los órdenes
institucionales, desde los gremiales a los universitarios, de los empresariales
a los municipales. O bien se está incluido en la esfera de intereses de una
mafia particular o bien se está desamparado hasta límites que sólo se
corresponden con el inicio de la revolución industrial. Éste puede ser el
destino que encararemos apenas cruzadas las puertas del tercer milenio. Ya que
todo Estado necesita administrar la energía emotiva de la memoria colectiva,
los modos de control y moldeado de los relatos históricos devienen asuntos
estratégicos de primer orden. El deterioro de la memoria social ha sido
causado, en alguna medida, por cambios tecnológicos, en especial por la
articulación entre los poderes y los instrumentos mediáticos de transmisión de
saberes. Una causa quizá más activa se la encuentra en la desaparición de
subjetividades urbanas que eran producto de una horma popular no ligada a la
cultura de las clases dominantes. Era la “cultura plebeya”, que en la Argentina
y por medio siglo ha estado dominada por el imaginario peronista. A lo largo de
este siglo la vieja cultura popular (mezcla de imaginario obrerista y
antropología “folk”) se metamorfoseó en cultura de masas, lo que transformó
lenta pero firmemente el modo de archivo y transmisión de la memoria de las
luchas sociales. Y cuando la historia de esas luchas se retrae, la población no
puede sino fundar su obrar en cimientos tan instantáneos como endebles. Por su
parte, la suerte de la pasión por la libertad es incierta en sociedades
permisivas, como lo son actualmente las occidentales, en las que lo
“libertario” deviene una demanda acoplable a las ofertas de un mercado de
productos “emocionales”, desde la psicoterapia a la industria pornográfica, de
la producción de farmacopeas armonizantes del comportamiento a las promesas de
la industria biotecnológica. Esta última en especial revela ciertos síntomas
sociales de la actualidad: transustantación de la carne en alambiques de
clonación, mejoramiento tecnológico de los órganos, silicona inyectable al
cuerpo a manera de vacuna contra el rechazo social. El “modelo
estético-tecnológico” se despliega como un sueño que pretende apaciguar un
malestar que, por su parte, nada tiene de superficial. En economías
flexibilizadas, en países que han destrozado la idea colectiva de nación, con
habitantes que apenas pueden proyectarse hacia el futuro, condenados a
idolatrías menores, a recurrir a la moneda como lugar común, a realizar
apuestas que no están sostenidas en el talento de cada cual, la experiencia
colectiva se hace dura, cruel, carente y, por momentos, delirante. Cada persona
está sola junto a su cuerpo, aquello en lo que, en última instancia, se
sostiene. La “ansiedad cosmética” nos revela el peso que arrastramos, el
esfuerzo que hacemos por existir. Pero también revela que el “arte de vivir
contra la dominación”, en el cual descolló el anarquismo, está en suspenso, por
cuanto las necesidades ya no se articulan con la memoria de las luchas sociales
anteriores. Si el destino de la época siguiera este curso, una fuerza semejante
a la del diluvio derrumbaría los puentes de la historia.
TRES
La autocracia y el hambre fueron los
irritadores del “malestar social” en la modernidad. Ya no lo son, o al menos,
no están activos en la misma medida en que las imágenes de sufrimiento nos
acostumbraron a pensarlos. Distinto debe ser entonces el destino de la política
libertaria en una época signada por la permisividad en cuestiones de
comportamiento, por una notable capacidad institucional de recuperación de las
invenciones refractarias o por lo menos por una inagotable capacidad de
“negociación” con las mismas, y en la que las personas están desorientadas o
bien dotadas de una percepción cínica de la vida social. Para imaginar las
formas de lucha del próximo futuro sería preciso identificar no solamente al
rumor del malestar social en nuestros días, también habría que orientar la
mirada hacia las transformaciones existenciales del siglo. La última memoria de
luchas sociales transmitida a la actualidad ha sido la de las rebeliones
juveniles de los años ‘60, en especial sus facetas asociadas con las mutaciones
subjetivas y con la música electrónica urbana. Memoria que casi en su totalidad
es transmitida por el orden mediático y pasteurizada a fin de volverla
acoplable a las industrias del ocio. Es evidente que no es el modelo del hambre
el que informa a las actuales generaciones en Occidente. El malestar político,
sin embargo, para poder desplegarse, necesita confluir con nuevas formas de
vivir, con contrapesos existenciales. Cada época contribuye a la historia
de la disidencia humana con un “contrapeso”, individual o colectivo, que
balancea el despotismo y el sometimiento. El contrapeso “libertario” desplegó a
lo largo de su más que centenaria historia invenciones organizativas y
emocionales. Y así como los griegos el concepto y el teatro, y los primeros cristianos
el ideal de hermandad, así también los anarquistas inventaron lo suyo: el grupo
de afinidad. La defensa anarquista de la autonomía individual cuestionaba la
tradición de la heteronomía eclesiástica o estatal, pero el sustrato
existencial que permitió su despliegue no dependió de una idea o una técnica
sino de su articulación con prácticas sociales que necesariamente eran
preexistentes a las doctrinas libertarias. Para Marx –como para quienes se han
empapado de la tradición anarcosindicalista–, la fábrica y el mundo del trabajo
suponían un excelente cemento para una nueva sociedad. Pero otro fue el humus
existencial en el que se injertó el grupo de afinidad anarquista. Ese espacio
antropológico ya comenzaba a germinar en el siglo XIX y los anarquistas fueron
los primeros en percibir su silenciosa expansión. Antes de que la alianza
sindicato-anarquismo estuviera bien soldada (y ya desde que los primeros grupos
de simpatizantes de “la idea” se organizaron en el amplio círculo que el compás
de Bakunin trazó de España a la Besarabia) la práctica grupal en la cual las
personas se vinculaban “por afinidad” le concedió al anarquismo un rasgo
distintivo, alejándolo de la centralidad vertical concéntrica propia de los
partidos políticos democráticos o marxistas, modelo encastrable al imaginario
político tradicional. La afinidad no sólo garantizaba reciprocidad horizontal
sino, más importante, promovía la confianza y el mutuo conocimiento de los
mundos intelectuales y emocionales de cada uno de los integrantes. Esta
condición grupal permitía una mejor compresión de la completud de la
personalidad del otro. ¿De dónde proviene el ideal de los grupos de
afinidad? Quizá de la tradición de los clubes revolucionarios previos a la
Revolución Francesa, o de los “salones literarios” que florecieron en el siglo
XVIII, y seguramente de la larga época en que los grupos carbonarios del siglo
XIX experimentaron la clandestinidad, condición pronto heredada por el
anarquismo; en definitiva de la tradición de la “autodefensa” y de la
“conspiración”. También, quizá, de los usos y rituales masónicos, a los
que Bakunin era afecto, pues fue miembro de una sección italiana de la
francmasonería. Piénsese, a modo de ejemplo, en la importancia que tuvo la
taberna (o pub) en la constitución de la sociabilidad de clase a
comienzos de la revolución industrial, o el café público en la construcción de
la opinión pública liberal del siglo pasado, o –para las sufragistas– los
salones que ampararon una nueva figura social de la mujer hacia mediados del
siglo pasado, o los grupos de lectura entre los campesinos españoles a
comienzos del siglo pasado, o bien, y actualmente, la práctica de intercambiar
“fanzines” por adolescentes en edad aún escolar en plazas públicas o conciertos
de rock. De modo que las prácticas de afinidad no son la prerrogativa del
“local militante” sino la efusión posible de experiencias afectivas compartidas
por la colectividad. La afinidad es el sustrato social del anarquismo, pero un
horizonte más amplio acoge al espacio antropológico que le es favorable y
desde siempre se lo llama “amistad”. Variadas son las líneas genealógicas que
confluyen en el despliegue moderno de la amistad, tal como la conocemos
actualmente. Al ideal griego clásico se agrega el de la fraternidad revolucionaria.
Uno y otro insistieron en la igualdad posicional y en la necesidad de
“cuidar del otro”. Durante el siglo XX la amistad comenzó a trascender la
relación interpersonal y devino una práctica social que se desplaza sobre
espacios afectivos, políticos y económicos antes ocupados por la familia
tradicional. Es un amparo contra la intemperie a la que el capitalismo somete a
la población. La amistad supone ayuda mutua, económica, psicológica,
reanimadora, incluso asesorial, y –eventualmente– política, convirtiéndose así
en tónico y red fundante de la sociabilidad actual. Debe añadirse la amistad
entre mujer y mujer, y entre hombre y mujer, a las que las transformaciones
culturales de este siglo sumadas al desvanecimiento del “hogar” como espacio
económico obligatorio, han propiciado como nunca antes. Cabe agregar la amistad
entre homosexuales y mujeres, antes sostenida en la clandestinidad y el gueto y
hoy expuesta abiertamente. Quizá también la amistad entre ex parejas. Todas
estas formas de la amistad eran casi insignificantes en el siglo XIX o bien su
radio de acción era muy limitado. Mucho más que los viajes al espacio o
Internet, son estos formatos emotivos las grandes innovaciones que hay que
colocar a beneficio de inventario del siglo XX.
CUATRO
El anarquismo ha sido el contrapeso
histórico al dominio. Pero no ha sido el único: también la socialdemocracia, el
populismo, el marxismo, el feminismo e incluso el liberalismo reclaman ese
puesto. Pero el anarquismo se constituyó en la más descarnada de todas las
autopsias políticas y en la más exigente de todas las propuestas superadoras
del estado de cosas en el siglo XIX. Justamente, por haber elegido un ángulo de
observación tan vertiginoso, también el anarquismo se convirtió
–imperceptiblemente, al comienzo, para sus propios padres fundadores– en un
saber trágico. Pues descubrir que la jerarquía es constante histórica, peso
ontológico y enraizamiento psíquico tan imponente conduce a la asunción de que
su desafío equivale a renegar de un dios olímpico. Los anarquistas son
conscientes de su propia desmesura conceptual y política. Barruntan que su
ideal ha nacido contranatura, que podría haber abortado, que la imaginación
colectiva podría no haberlo necesitado. Y el anarquismo, que ha pasado por
muchas fases lunares en su historia (las fases carbonaria, mesiánica,
insurreccional, anarcosindicalista, sectaria, sesentista-libertaria, punk,
ecologista) necesita hoy promover un mito de la libertad que sea “revelatorio”
del malestar social y que dote a buena parte de la población de un impulso de
rechazo, tal como el desafío blasfemo y desculpabilizador empujó a los
anarquistas contra la Iglesia. Si continuará habiendo “milagro de la palabra”,
es decir, anarquismo, es porque él mismo puede devenir contraseña para la
esperanza colectiva y para luchas sociales liberadas del lastre de
modelos autoritarios. El misterio de la jerarquía cedería entonces su opacidad
a una revelación política.
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