El ateísmo de Bakunin
A diferencia de Marx, su enemigo en la
Asociación Internacional de Trabajadores, Bakunin no llega al materialismo y al
ateísmo sino a una edad ya muy avanzada. Cuando Bakunin conoce a Marx, en
París, durante la segunda mitad del año 1844 (ambos pertenecen por entonces al
círculo “Vörwarts”), el joven ex-director del “Rheinische Zeitung” fundamenta
ya, con plena conciencia teórica, su socialismo en una filosofía materialista y
atea. El propio Bakunin lo testimonia así en época posterior y en tono
admirativo escribe: “En aquel tiempo yo no sabía nada en absoluto de economía
política y mi socialismo era puramente instintivo. Y él (Marx), aunque más
joven que yo, era ateo, materialista documentado y socialista consciente”.
En realidad, el ateísmo de Bakunin, que es,
como veremos, una consecuencia de su anarquismo, sólo se hace posible una vez
que, desechadas definitivamente las aspiraciones nacionalistas, el ímpetu
revolucionario alcanza un cauce más profundo, y se aplica a la destrucción radical
de la sociedad burguesa y del Estado.
Una vez fracasada, en 1863, su tentativa de
participar activamente en la liberación nacional de Polonia, Bakunin se
traslada a Italia, todavía con la esperanza puesta en el movimiento
nacionalista de este país, que se está realizando, por lo menos, bajo un signo
liberal, ya que no democrático. Figuras como Mazzini y Garibaldi despiertan
otra vez, en la mente del viejo luchador ruso, la inveterada asociación entre
nacionalismo y democracia. En el verano de 1864 ingresa en la francmasonería.
El 3 de noviembre de ese mismo año, al volver de un viaje a Suecia, se
entrevista con Marx en Londres y le declara que, después del fracaso de la
insurrección polaca, sólo quiere dedicarse al movimiento socialista. Mazzini,
en efecto, no tarda en desilusionarlo por completo con su teología política, y
el proceso de la unificación de Italia, ya cumplido en gran parte hacia
aquellos días (sólo faltaba la integración de los Estados Pontificios), le
demuestra claramente que una nación puede llegar a ser independiente y soberana
sin que cambie para nada el destino del pueblo y la condición de la inmensa
mayoría de los habitantes.
Al alejarse del nacionalismo se aleja
también del teísmo. A los cincuenta años, por vez primera, se manifiesta ateo.
En un ensayo escrito en 1864, expresa ya la idea clave del antiteísmo de “Dios
y el Estado”: «Dios existe; por consiguiente el hombre es su esclavo. El hombre
es libre; por lo tanto no hay Dios. ¡Escape quien pueda a este dilema!». La
libertad del hombre y su racionalidad (su personalidad, si así quiere decirse)
son incompatibles con la existencia de un Dios personal. La admisión de tal
existencia supone, pues, la negación del hombre como ser libre y racional. Se
explica así la fuerte oposición que manifiesta por entonces a Mazzini,
nacionalista y místico a la vez, cuyos partidarios están agrupados en una
«Falange sagrada». En especial, el paralelismo y la equivalencia que éste
establece entre la religión y la causa popular (cosa que, en cierta medida,
hizo ya Saint-Simon en su “Nuevo Cristianismo”) le parece inadmisible a
Bakunin. En el “Catecismo revolucionario”, al mismo tiempo que por vez primera
reniega explícitamente del nacionalismo para abrazar los principios del
anarquismo, niega de modo claro y decidido la existencia de un Dios personal en
beneficio de un hombre personal, esto es, de un individuo humano cuya razón es
fuente de toda verdad. La supresión del Estado, que es trascendental y
centralista, se postula como paralela a la desaparición de la Iglesia, su
gemelo, origen de la opresión y la ignorancia de los pueblos. El socialismo
genérico y moralizante de Mazzini y de sus secuaces italianos y europeos
aparece ya a los ojos de Bakunin, en esta época, como una ideología
trasnochada. «Él basa su socialismo en una concepción del mundo no
espiritualista sino materialista; no teológica sino antiteológica» (Pier Carlo
Massini “Storia degli anarchici italiani de Bakunin a Malatesta”, Milán, 1969,
pág. 34).
Durante el congreso del «Tribunal de la Democracia
Europea», reunido en Ginebra en septiembre de 1867, mientras Garibaldi, en la
sesión inaugural ataca al Papado pero pide a los concurrentes que adopten «la
religión de Dios», Bakunin en la sesión de clausura augura la instauración de
una auténtica democracia a través del federalismo, del socialismo y del
ateísmo. En dicho Congreso surge la «Liga de la paz y de la libertad», de cuyo
comité directivo forma parte Bakunin. Como programa para la Liga escribe y
presenta un opúsculo titulado “Federalismo, socialismo y ateísmo”, en el cual
ataca extensamente la creencia en un Dios personal. En una reunión del
mencionado comité, el 1 de junio de 1868, logra hacer aprobar, en el programa
de la Liga, junto a una afirmación de la necesidad de un cambio radical en el
sistema económico, la exigencia de que la religión sea excluida, como problema
individual que es, de la educación y las instituciones públicas. En el segundo
Congreso de la Liga, reunido en septiembre de 1868, dedica uno de sus discursos
al tema religioso y afirma que para superar la religión y las creencias
ancestrales no son suficientes la educación y la propaganda sino que se hace
necesario un cambio radical en la estructura social, esto es, una revolución.
En este momento su punto de vista sobre el tema se acerca mucho al de Marx.
Cuando Mazzini ataca en su “Roma del
Popolo” a la Comuna de París, como producto del espíritu antirreligioso, y
acusa a la Internacional de ser atea, Bakunin no tarda en replicarle en un
órgano milanés, enorgulleciéndose del ateísmo y el materialismo de la
Asociación y vinculándolos con la lucha por la libertad de la clase trabajadora
y de la humanidad. Dice en el mencionado artículo: «¿Dónde pudimos encontrar el
otro día a los materialistas y a los ateos? En la Comuna de París. ¿Dónde
estaban los idealistas, los creyentes en Dios? En la Asamblea Nacional de
Versailles. ¿Qué es lo que querían los hombres de París? La emancipación de la
clase trabajadora, y por lo tanto, la emancipación de la humanidad. ¿Y qué
quiere ahora la triunfante Asamblea de Versalles? La degradación de la
humanidad bajo el doble yugo del poder espiritual y temporal...» (“Réplica de
un internacionalista a Giuseppe Mazzini”, citado por E. H. Carr, Bakunin,
Barcelona, 1970, pág. 445). Inmediatamente después, amplía el ataque a la
religiosidad aconfesional y romántica del nacionalista italiano y compone una
obra titulada precisamente “La teología política de Mazzini y la
Internacional”, que sale a luz a fines del año 1871, gracias a los cuidados de
su amigo Guillaume. Al enterarse en cierta ocasión, durante el año 1875, de las
vicisitudes de la Kulturkampf, Bakunin llega a decir «medio en serio, medio en
broma», según anota Carr, que él es «hasta cierto punto, bismarckiano». A su
inveterado odio contra el Estado (y, particularmente, contra el militarista y
archi-autoritario Estado prusiano) llega a sobreponerse la aversión a la
Iglesia (y, en especial, a la Iglesia Católica, la más dogmática y jerárquica
de las Iglesias).
Pero antes de llegar a esta posición
anticlerical, que constituye la fase madura y definitiva de su pensamiento,
junto con el colectivismo y el federalismo, Bakunin no manifiesta ninguna
actitud adversa al teísmo, al cristianismo o aun a la Iglesia. Como hace notar
su biógrafo E. H. Carr, citando sus propias palabras, aun cuando «no pertenecía
a ninguna de las religiones existentes», afirmaba de modo decidido que la
religión «es necesaria a todos». Más aún, llega a confesar que a través de la
revolución él busca a Dios, e identifica a Dios con la libertad. «Algunas veces
atribuyó precisamente a sus sentimientos religiosos su gran devoción por la
música. Una noche del mes de mayo de 1862, mientras paseaba por las calles de
Londres a la luz de la luna, se sintió poseído por el ‘antiguo espíritu
romántico’, confirmó su creencia en un Dios personal y reprochó a Herzen su
falta de fe. Cuando su visita a Caprera, observó con satisfacción que Garibaldi
creía también ‘en Dios y en la misión histórica del hombre’» (Carr, op. cit.,
pág. 333). Estas ideas y sentimientos (y no, como podría suponerse, un mero
oportunismo) explican, por ejemplo, su amistad con el pastor Koe, a quien
conoce a bordo del Carrington, haciendo en 1861 la travesía entre Yokohama y
San Francisco, y a quien le asegura su oposición al ateísmo de Herzen y su
simpatía por el protestantismo. Explican también su confianza en las
posibilidades revolucionarias de la secta (por lo demás tradicionalista y
reaccionaria) de los «Viejos-creyentes» y sus tratos con Miloradov (durante el
Congreso de Praga en 1848) y, más tarde, con el obispo Paphnutius (en Londres,
en 1862), a quien llega a sugerirle nada menos que la posibilidad de
convertirse en miembro de la secta.
En realidad, la evolución filosófica de
Bakunin comprende todas las principales etapas del pensamiento europeo (o, por
mejor decir, alemán) del siglo XIX y no desemboca en el materialismo y el
ateísmo sino en los doce últimos años de su vida, años que coinciden con la
formulación de su filosofía social definitiva, el anarquismo colectivista.
Educado en el cristianismo ortodoxo, por un
padre ortodoxo aunque levemente liberal, Bakunin recibe en su niñez y
adolescencia la tradicional concepción del mundo y de la vida que se basa en la
existencia de un Dios personal, creador y providente; en la caída y el pecado
original; en la encarnación del Verbo y en la redención por mérito de los
sufrimientos de Cristo; en la dispensación de la gracia y el perdón de los
pecados a través de la vida sacramental de la Iglesia, jerárquicamente
organizada y subordinada, en definitiva, al zar. No hay motivos para creer que
esta fe haya sido violentamente conmovida por los estudios universitarios, cosa
que con tanta frecuencia sucede en aquella época. Pero, si no se produce en el
joven Bakunin una súbita y radical ruptura con la fe de sus mayores, ésta, en
cambio, gracias al estudio de la filosofía germánica, se va tornando cada día
menos literal y más racional. De hecho, el idealismo alemán sustituye, con poco
escándalo, al cristianismo ortodoxo desde los días de la adolescencia en
Premujino.
Ninguno de los pensadores del siglo XVIII
alemán, ni de sus continuadores idealistas del XIX, sueña, como Voltaire, con
«aplastar a la Infame». «No se rechaza, se engloba. No se suprime, se invade.
Se continúa la obra de Leibniz, racionalizando los misterios, reduciendo la
religión a la ley natural. A estos autores no los anima ningún sentimiento
hostil hacia Dios o la religión. No son antirreligiosos ni arreligiosos. Creen
estar dentro de la religión cristiana; sin embargo, piensan que, en la época en
que viven, el hombre, que se ha hecho mayor, «no ha de servirse más que de su
propia razón» (P. Lenz-Medoc, “Historia de la muerte de Dios”, en “La muerte de
Dios”, Caracas, 1970, pág. 17).
Primero es Kant quien despierta su entusiasta
adhesión. La existencia de Dios, imposible de ser demostrada racionalmente, es
postulada por la Razón Práctica. La religión tiene, en todo caso, un lugar
dentro de los límites de la Razón. Nicolás Stankevich, joven que tenía casi la
misma edad que Bakunin y que fue el primero que introdujo en Rusia la filosofía
alemana de la época, visitó la propiedad rural de los Bakunin en octubre de
1835, explicó al joven Miguel los principios del idealismo trascendental y, de
regreso en Moscú, le mandó un ejemplar de la “Crítica de la Razón Pura”.
Pero el cauto criticismo kantiano no podía
satisfacer por largo tiempo los anhelos románticos de Bakunin. Necesitaba un
plato más fuerte y sazonado. Y pronto lo encuentra en Fichte, continuador de
Kant, cuyo panteísmo ético hace vibrar más profundamente las fibras emocionales
del adolescente y satisface su sed de Absoluto, al mismo tiempo que sus ansias
de acción moral. El Dios de la ortodoxia cristiana está cada vez más lejos. El
propio Fichte es objeto de una acusación de ateísmo. Pero su idealismo monista
resulta todavía susceptible de una vestidura cristiana y, de hecho, muchos de
sus discípulos desembocan luego en lo que se denomina el teísmo especulativo
(Cfr. H. Arvon, “Bakunin: absoluto y revolución”, Barcelona, 1975, págs.
23-25). Cuando en 1836 Bakunin, renunciando, con gran disgusto de su padre, a
una carrera administrativa, se dirige a Moscú para estudiar filosofía y enseñar
matemáticas, su mentor Stankevich lo introduce en el abstruso pensamiento
fichteano. Se hace asiduo lector de la “Guía de la vida feliz” y traduce al
ruso la obra de Fichte “Sobre el destino del sabio”. La vida interior lo es
todo para él, y en el interior de su propia alma cree encontrar a Dios.
Escribiendo por estos días a su hermana Tatiana, dice: «No estoy hecho para la
vida ni para la felicidad exteriores, y tampoco las deseo... Vivo una vida
puramente interior. Permanezco dentro de mi 'yo' en donde me hallo totalmente
encerrado, y sólo este 'yo' es lo que me mantiene unido con Dios» (Cit. por
Carr, op. cit., pág. 44).
Pero en 1837, también bajo la influencia de
Stankevich, el joven Bakunin es introducido en el complejo mundo del
pensamiento de Hegel. Fichte, con su apelación a la interioridad pura y su
negación de la realidad objetiva, con su exaltación del yo y su minimización
del no-yo, le resulta insuficiente desde el momento en que tropieza con una
serie de obstáculos que vienen de fuera. Se dedica, pues, con entusiasmo a la
lectura de la “Fenomenología del Espíritu”, de la “Enciclopedia” y de la
“Filosofía de la Religión” de Hegel. Su concepción del mundo se torna todavía
más optimista y más panteísta. Aun reconociendo la presencia de la negatividad,
el mal se reduce para él a la ignorancia y la ignorancia a la limitación de
nuestro saber. Todo lo que existe es Espíritu y el Espíritu se identifica con
el conocimiento absoluto. Todo lo que existe es, por consiguiente, Dios: «No
existe el Mal; el Bien está en todas partes. Lo único malo es la limitación del
ojo espiritual. Toda existencia es vida del Espíritu; todo está penetrado del
Espíritu; nada existe más allá del Espíritu. El Espíritu es el conocimiento
absoluto, la libertad absoluta, el amor absoluto, y, en consecuencia, la
felicidad absoluta», escribe en uno de sus cuadernos de la época (Ibíd., pág.
71). El panlogismo y el panteísmo de Hegel aparecen, sin duda, como peligrosos
a la ortodoxia teológica alemana. Para contrarrestar su influencia, es llamado
a Berlín el anciano y reaccionario Schelling. En realidad, la creencia en un Dios
Personal y en la inmortalidad del alma parecen difícilmente compatibles con la
idea hegeliana del Absoluto. Y, como dice H. Arvon, la tentativa de Hegel de
conciliar la religión con la filosofía resulta fundamentalmente ambigua, toda
vez que «considerar 'sub specie temporis' a la religión, que exige ser encarada
'sub specie aeternitatis', transformar los dogmas en símbolos y el sentimiento
religioso en razón, reemplazar la fe por la especulación, equivale a vaciar la
religión de su esencia, a despojarla de su trascendencia» (“L'Atheisme”, París,
1970, pág. 80). Sin embargo, Bakunin, que, al ausentarse Stankevich de Rusia,
pasa a ser la cabeza del grupo hegeliano, está todavía muy lejos de sacar a la
luz estas consecuencias y de enfrentarse abiertamente al teísmo y a la fe
ortodoxa. Por el contrario, como la mayoría de los hegelianos académicos que
detentan las cátedras universitarias en Alemania, parece convencido de la plena
compatibilidad de la filosofía de Hegel con la teología oficial. Más aún, todo su
hegelianismo tiende, por entonces, a justificar la racionalidad del Imperio y
del gobierno del zar. Como bien dice Woodcock, mientras Bakunin permaneció en
Rusia «su hegelianismo siguió siendo ortodoxo y autoritario y, a pesar de sus
recurrentes rebeliones contra la autoridad familiar, siguió sorprendentemente
leal al régimen zarista» (“Anarchism”, 1970, págs. 137-138).
Cuando a mediados de 1840 viaja a Alemania
para cursar estudios de filosofía en la universidad de Berlín, se inicia el
período de los cambios más fundamentales e importantes en el pensamiento de
Bakunin. Su contacto con Arnold Ruge y con los jóvenes hegelianos imprime un
giro radical a su filosofía. Sin dejar de ser hegeliano (en realidad, nunca
dejó de serlo) advierte pronto las posibilidades revolucionarias de la
dialéctica: puesto que todo se mueve, el devenir es más real que el ser y la
revolución es más importante que la conservación del status quo. Así como Marx
le debe a Bauer «su incisiva, e incluso macabra, crítica de la religión, que le
sirvió de modelo para su análisis de la política, de la economía, etc.» (David McLellan(?),
“Marx y los jóvenes hegelianos”, Barcelona, 1971, pág. 181), Bakunin le debe a
Ruge y, en general, a los jóvenes hegelianos, el primer impulso en este mismo
sentido, impulso que, sin embargo, no conduciría a su meta sino muchos años más
tarde. Pese a conocer las doctrinas de Proudhon y de los socialistas utópicos,
sus ideas no evolucionan en seguida hacia el socialismo, y el problema social
queda relegado a un plano más o menos secundario frente al problema de la
liberación nacional y del paneslavismo. Del mismo modo, pese a conocer las
críticas de Bauer y de Feuerbach al cristianismo y a la religión en general, su
pensamiento religioso queda congelado durante veinte años, como consecuencia de
su actividad revolucionaria básicamente eslavófila y nacionalista. A comienzos
de 1849 escribe al conde Skurjewski: «Se engaña usted, al suponer que yo no
creo en Dios; pero he renunciado definitivamente a llegar a él mediante la
ciencia y la teoría... Yo busco a Dios en los hombres, en su libertad, le busco
ahora en la revolución» (Cit. por Arvon, “Bakunin”, pág. 44).
Recién cuando su pensamiento
político-social (y, en consecuencia, su acción revolucionaria) se encaminan
decididamente hacia el socialismo anárquico, el ateísmo, que se encuentra
latente en su hegelianismo de izquierda, sale a luz y se torna consciente de sí
mismo, y el idealismo hegeliano se convierte en materialismo. Si la dialéctica
hegeliana no tiene sentido, como sostiene Kojéve, más que por el ateísmo, habrá
que confesar que Bakunin no encontró dicho sentido sino al formular su doctrina
de la sociedad sin clases y sin Estado. Su negación de Dios no se da, en
efecto, sino después de o, por lo menos, junto con la negación del capitalismo
y del Estado. No puede negarse, sin embargo, que el estudio de las ciencias
físico-naturales que Bakunin realiza durante el período de su prisión en Rusia
(1849-1861) haya contribuido a preparar su conversión al materialismo y al
ateísmo militante, como sostiene Arvon (Ibíd., págs. 45-47).
El concepto que Bakunin tiene de la
religión no difiere básicamente del de Marx, bajo cuya influencia escribe, sin
duda, en el último período, socialista y ateo, de su vida. En su obra “La
théologie politique de Mazzini et I'Internationale”, publicada por Guillaume,
en 1871, dice, concordando (aunque, como veremos, sólo hasta cierto punto) con
aquél con quien había de disentir violentamente en el Congreso de La Haya un
año más tarde, que «todas las religiones y todos los sistemas de moral
reinantes en una sociedad son siempre la expresión ideal de su situación real,
material, vale decir, de su organización económica en primer término, pero
también de su organización política», la cual, a su vez, «nunca es otra cosa
que la consagración jurídica y violenta de la primera» (Op. cit., págs. 69-71).
La religión es, pues, ante todo, una ideología, y forma parte de lo que, en
lenguaje marxista, se denomina la «superestructura», como reflejo ideal de lo
real. En consecuencia, inútil sería, para Bakunin como para Marx, buscar una
explicación del curso de la historia, esto es, de los procesos humanos reales,
en la fe o la creencia religiosa. Esta, a lo sumo, puede ser símbolo o
pronóstico de tales procesos, pero nunca su verdadera causa. «Regla general y
demostrada por la historia de todas las religiones: Nunca religión nueva alguna
ha podido interrumpir el desarrollo natural y fatal de los hechos sociales, ni
aún desviarlo del camino que le fuera trazado por la combinación de las fuerzas
reales, tanto naturales como sociales. A menudo las creencias religiosas han
servido de símbolo a fuerzas nacientes, en el momento mismo en que éstas se
aprestaban a llevar a cabo nuevos hechos; pero siempre han sido los síntomas o
los pronósticos de esos hechos, nunca sus causas reales. En cuanto a las
causas, éstas deben buscarse en el desarrollo ascendente de las necesidades económicas
y de las fuerzas organizadas y activas de la sociedad, no ideales sino reales,
pues lo ideal nunca es otra cosa que la expresión más o menos fiel y algo así
como la última resultante, ora positiva, ora negativa, de la lucha de esas
fuerzas en la sociedad» (Bakunin, “La Liberté”, 78-79 (1965), traducida al
español por H. Acevedo, en Ediciones del Mediodía, Buenos Aires, 1968).
Como es fácil advertir, Bakunin coincide
aquí consciente y explícitamente con el método del materialismo histórico: no
son las ideas y las creencias las que constituyen el motor de la Historia sino
los hechos económicos; éstos no pueden explicarse por aquéllos sino aquéllos
por éstos: «Este principio, que constituye, por lo demás, el fundamento
esencial del socialismo positivo, fue científicamente formulado y desarrollado
por primera vez por Karl Marx, el principal jefe de la escuela de los
comunistas alemanes. Forma el pensamiento dominante del célebre ‘Manifiesto de
los comunistas’, que un comité internacional de comunistas franceses, ingleses,
belgas y alemanes, reunidos en Londres, lanzara en 1848 bajo el título:
¡Proletarios de todos los países, uníos! Este manifiesto, redactado, como se
sabe, por Marx y Engels, se convirtió en la base de todos los posteriores
trabajos científicos de esa escuela, así como de la agitación popular suscitada
más tarde en Alemania por Ferdinand Lasalle. Ese principio es lo opuesto
absoluto al principio reconocido por los idealistas de todas las escuelas.
Mientras éstas hacen derivar en la historia todos los hechos, inclusive el
desarrollo de los intereses materiales y de las diferentes fases de la
organización económica de la Sociedad, del desarrollo de las ideas, los
comunistas alemanes, por el contrario, no quieren ver en la historia humana, en
las más ideales manifestaciones de la vida tanto colectiva como individual de
la humanidad, en todos los desarrollos intelectuales y morales (religiosos,
metafísicos, científicos, artísticos, políticos, jurídicos y sociales) que se
han producido en el pasado y continúan produciéndose en el presente, nada más
que reflejos o necesarias resultas del desarrollo de los hechos económicos. En
tanto que los idealistas pretenden que las ideas dominan y producen los hechos,
los comunistas, de acuerdo, por lo demás, con el materialismo científico,
dicen, en cambio, que los hechos originan las ideas y que éstas nunca son otra
cosa que la expresión ideal de los hechos consumados. Y que entre todos los
hechos, los hechos económicos, materiales, que son los hechos por excelencia,
constituyen la base esencial el fundamento principal, del que todos los demás
hechos (intelectuales y morales, políticos y sociales) no son más que forzosos
derivados» (“Oeuvres”, París, 1895-1913, ed. P. V. Stock, III, 12 a 18, 71).
Podrá objetarse -y tal vez con razón- que
la insistencia de Bakunin en hablar de las ideas como reflejos y forzosos
derivados de los hechos económicos revela una interpretación de la
superestructura como epifenómeno y una interpretación mecanicista del
materialismo de Marx. Pero lo indudable es que, en todo caso, el materialismo
histórico no tiene nunca para Bakunin el carácter de una definitiva filosofía
de la historia y ni siquiera de un método absolutamente válido de
interpretación histórica. El materialismo histórico, dice, es «un principio
profundamente cierto cuando se lo considera a su verdadera luz, desde un punto
de vista relativo, pero, examinado y formulado de una manera absoluta, como el
fundamento único y la fuente primera de todos los demás principios, según lo
hace esa escuela, se vuelve completamente falso» (Ibíd., III, 71). Bakunin le
reprocha a Marx el sentido unidireccional de su explicación materialista de la
historia, esto es, precisamente su deficiente dialéctica; pero le reprocha
también el carácter estrechamente monista (economicista) de tal explicación.
«El estado político de cada país... es siempre el producto y la expresión fiel
de su situación económica; para cambiar el primero, tan sólo hay que
transformar esta última. Ahí se encierra, según Marx, todo el secreto de las
evoluciones históricas. Marx no toma en cuenta los otros elementos de la
historia, como reacción, evidente pese a todo, de las instituciones políticas,
jurídicas y religiosas sobre la situación económica. Dice: La miseria produce la
esclavitud política, el Estado; pero no permite dar vuelta a esta frase y
decir: La esclavitud política, el Estado, reproduce a su vez y mantiene la
miseria como una condición de su existencia, de manera que para destruir la
miseria hay que destruir el Estado». Exige, pues, que se ponga de relieve (cosa
que casi todos los marxistas aceptan hoy como legítima interpretación del
propio pensamiento de Marx) la reacción de la superestructura sobre la
estructura.
Pero le reprocha algo más: «Marx desconoce
asimismo por completo un elemento sumamente importante en el desarrollo
histórico de la humanidad, cuál es el temperamento y el carácter propios de
cada raza y de cada pueblo; naturalmente, ese temperamento y ese carácter son a
su vez el producto de una multitud de causas etnográficas, climatológicas,
económicas, tanto como históricas, pero una vez producidos, ejercen, aun al
margen e independientemente de las condiciones económicas de cada país, una
considerable influencia sobre su destino y hasta sobre el desarrollo de sus
fuerzas económicas». La importancia concedida por Bakunin al factor racial en
la explicación de la historia puede interpretarse como una consecuencia de sus
largos años de lucha por la independencia de Polonia, por la formación de una
federación de naciones eslavas y por la destrucción del Imperio austríaco y de
la opresión germánica. En su período anarquista quedan aún resabios de aquel
nacionalismo. En cualquier caso, tiene, dentro de la historia del pensamiento
socialista, un antecedente importante en Saint-Simon, quien, al explicar la
formación de las clases en Francia (en su “Catecismo de los industriales”),
parte de la existencia de dos razas de opuestos caracteres: galos y francos.
Por otra parte, es claro que la introducción del factor racial, no implica una
renuncia al materialismo y al monismo. Lo que Bakunin no acepta en Marx es ese
monismo reduccionista que con razón se denomina «economicismo» y que hoy
también la mayoría de los intérpretes de Marx consideran como una falsa interpretación
del pensamiento de éste. La intensa búsqueda de la libertad que movió aún las
batallas nacionalistas y el paneslavismo de Bakunin, se refleja, en todo caso,
en las siguientes frases: «Entre esos elementos y entre esos rasgos, por así
decir, naturales (de las diversas razas), hay uno cuya acción es resueltamente
decisiva en la historia particular de cada pueblo: es la intensidad del
instinto de rebeldía y, por eso mismo, de libertad de que ese pueblo ha sido
dotado o que ha sabido conservar. Ese instinto es un hecho completamente
primordial, animal; se lo encuentra en diferentes grados en cada ser vivo, y la
energía, el poder vital de cada uno, se mide por su intensidad. En el hombre, y
junto a las necesidades económicas que lo impulsan, se convierte en el agente
poderoso de todas las emancipaciones humanas. Y como es asunto de temperamento,
no de cultura intelectual y moral, aunque frecuentemente solicita de ambas,
suele ocurrir que algunos pueblos civilizados sólo lo posean en grado muy bajo,
ya sea porque se extenuó en los anteriores desarrollos, ya porque la
idiosincrasia misma de su civilización degeneró esos pueblos, o ya, en fin,
porque desde el comienzo de su historia fueron menos provistos de él que otros
pueblos» (Ibíd., IV, 378-379, 72). De estas ideas, que se pueden sin duda
discutir y rechazar, extrae una conclusión históricamente indudable: Marx, al
tomar en cuenta sólo el factor económico, llega a la conclusión de «que los
países más avanzados y consiguientemente más capaces de llevar a cabo una
revolución social son aquellos en los cuales la producción capitalista moderna
ha alcanzado su más alto grado de desarrollo» y de que «ellos son, con
exclusión de todos los demás, los países civilizados, los únicos llamados a
iniciar y dirigir esa revolución» (Ibíd., IV, 381-382, 72). Esa revolución, que
Marx creía que debía realizarse en Alemania, se realizó, en efecto, como
Bakunin creía y esperaba, en Rusia.
El sentido del materialismo de Bakunin
queda en parte definido por su apología de la materia, que incluye en sí la
vida, el pensamiento y hasta el sentimiento moral, apología que se puede
encontrar ya en algunos filósofos franceses del siglo XVIII, pero que, con un
lenguaje menos directo y entusiástico, no deja de hacer el mismo Engels,
verdadero fundador del materialismo dialéctico. En su “Réponse d'un
International a Mazzini” escribe, en 1871, Bakunin: «Por las palabras
‘material’ y ‘materia’, nosotros, por nuestra parte, entendemos la totalidad,
toda la escala de los seres reales, conocidos e ignotos, desde los más simples
cuerpos orgánicos hasta la constitución y funcionamiento del cerebro del más
grande genio: lo más bellos sentimientos, los más grandes pensamientos, los
hechos heroicos, los actos de devoción, los deberes y los derechos, el sacrificio
y el egoísmo; todo, hasta las aberraciones trascendentes y místicas de Mazzini,
así como las manifestaciones de la vida orgánica, las propiedades y acciones
químicas, la electricidad, la luz, el calor, la atracción natural de los
cuerpos, todo constituye a nuestros ojos otras tantas evoluciones
indudablemente distintas, pero no menos íntimamente solidarias, de esa
totalidad de seres que llamamos materia» (Ibíd., VI, 117-118, 71). Los
idealistas han hecho, según Bakunin, de la materia una Nada, a fin de poderla
oponer al Ser Supremo, que no es, en realidad, sino una Nada y un fantasma. De
esta trasposición imaginaria surge tanto la denigración de la «vil materia»
como la exaltación del Ser Supremo. Dice, en efecto, en “El imperio
knuto-germánico”: «Los idealistas de todas las escuelas (aristócratas y
burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, religiosos,
filósofos o poetas, sin olvidar a los economistas liberales, que son, como se
sabe, adoradores desenfrenados del ideal) se ofenden sobremanera cuando se les
dice que el hombre, con toda su magnífica inteligencia, sus ideas sublimes y
sus aspiraciones infinitas no es, como todo lo que existe en el mundo, nada más
y nada menos que materia, nada más y nada menos que un producto de la vil materia.
Podríamos responderles que la materia de que hablan los materialistas (materia
espontáneamente, eternamente móvil, activa, productiva, materia químicamente u
orgánicamente determinada, y puesta de manifiesto por las propiedades o las
fuerzas mecánicas, físicas, animales e inteligentes, forzosamente inherentes a
ella) no tiene nada en común con la vil materia de los idealistas. Esta, fruto
de su falsa abstracción, es efectivamente un ente estúpido, inanimado, inmóvil,
incapaz de producir la menor cosa: es un caput mortuum, una villana imaginación
opuesta a esa “bella” imaginación que se llama “Dios”, Ser Supremo, frente al
cual la materia (la materia de ellos, por ellos mismos despojada de todo cuanto
constituye su naturaleza real) necesariamente representa la suprema Nada. Le
han robado a la materia la inteligencia, la vida, todas las cualidades
determinantes, las relaciones activas o las fuerzas, y hasta el movimiento, sin
el cual la materia no podría ni siquiera pesar, y no le han dejado nada más que
la impenetrabilidad y la inmovilidad absoluta en el espacio. Han atribuido
todas esas fuerzas, propiedades y manifestaciones naturales al Ser imaginario
creado por su fantasía abstractiva, y luego, invirtiendo los papeles han
llamado al producto de su imaginación, a ese Fantasma, a ese Dios que es la
Nada, «Ser Supremo». Y debido a una necesaria consecuencia, han declarado que
el Ser real, la materia, el mundo, es la Nada. Tras lo cual vienen a decirnos,
con toda gravedad, que la materia es incapaz de producir nada, ni aun de
ponerse en movimiento por sí sola, y que, por consiguiente, ha debido ser
creada por su Dios» (Ibíd., III, 24-25, 71). He aquí, que la facultad de
abstracción, que es de por sí fuente de todos nuestros conocimientos, y, por
ende, causa de toda emancipación humana, al comienzo se presenta no como
reflexión razonada dotada de autoconciencia, sino como reflexión imaginativa,
inconsciente de su propio accionar. Por ello, se inclina a considerar sus
propios productos como seres reales a los que les atribuye una existencia
independiente, anterior a todo conocimiento humano, que ella no hace sino
descubrir. «Mediante ese procedimiento, la reflexión imaginativa del hombre
puebla su mundo exterior con fantasmas que le parecen más peligrosos, más
poderosos y más terribles que los seres reales que lo rodean» (Ibíd., III,
307-308, 70). Tal reflexión imaginativa despoja en general a la naturaleza,
esto es, a la materia, de toda la riqueza de sus cualidades y de su
organización y, a la vez que la reduce a una nada, atribuye todo lo que de ella
se ha sacado a otra nada, esto es, a un fantasma al cual denomina Dios. Más
particularmente, tal fantasía o reflexión imaginativa produce a la Divinidad,
proyectando la imagen sublimada del hombre, a la vez que el hombre mismo es
humillado y empobrecido. No es difícil ver aquí la influencia de Feuerbach y
aun la de Ruge, a quien Bakunin conoció personalmente en Dresde en 1841, y para
el cual toda teología se reduce ya a una antropología. En “El imperio knuto-germánico”
escribe: «Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses, sus profetas,
sus mesías, y sus santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los
hombres, no llegados aún al desarrollo pleno y a la plena posesión de sus
facultades intelectuales; luego, el Cielo religioso no es otra cosa que un
espejismo en que el hombre, exaltado por la ignorancia de su fe, encuentra su
propia imagen, pero agrandada y trastocada, es decir, divinizada.
La historia de las religiones (la del
nacimiento, grandeza y decadencia de los dioses que se han sucedido en la
creencia humana) no es, pues, nada más que el desarrollo de la inteligencia y
de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que en su marcha
históricamente progresiva descubrían, ora en sí mismos, ora en la naturaleza
exterior, una fuerza, una cualidad o incluso un gran defecto cualesquiera, los
atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado y ampliado
exageradamente, como de ordinario lo hacen los niños, por un acto de su
fantasía religiosa. Gracias a la modestia y a la piadosa generosidad de los
hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la
tierra, y, debido a una necesaria consecuencia, cuanto más rico se volvía el
cielo, más miserables se hacían la tierra y la humanidad. La divinidad, una vez
instalada, fue naturalmente proclamada la causa, la razón, el arbitrio y el
dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo ya nada fue; ella lo fue
todo, y el hombre, su verdadero creador, después de haberla extraído de la
nada, aunque sin saberlo, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su
criatura y su esclavo. El cristianismo es precisamente la religión por
excelencia, porque expone y manifiesta en su plenitud la naturaleza, la esencia
misma de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, el sojuzgamiento y
el anonadamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad» (Ibíd., III,
41-42, 71).
En esencia, la religión es, pues, para
Bakunin, un proceso por el cual se empobrecen el hombre y la naturaleza para
enriquecer a Dios y a lo sobrenatural; se quita realidad a lo real para
concedérsela a lo imaginario; se esclaviza al verdadero ser ante un Ser
fantástico. Más aún, como Dios es todo, el hombre y el mundo llegan a ser nada.
«Como Dios es todo, el mundo real y el hombre nada son. Como Dios es la verdad,
la justicia, el bien, la belleza, el poder y la vida, el hombre es la mentira,
la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Como Dios es el
amo, el hombre es el esclavo». En un manuscrito sin título, de 1864 ó 1865, que
Max Nettlau reproduce en su bíografía manuscrita de Bakunin, éste expresa: «La
Religión dice: hay un Dios eterno, absoluto, todopoderoso, extramundial,
personal. Abarca el mundo y está fuera y por encima del universo que él ha
creado. Es todo luz, sabiduría, amor, belleza, verdad, bondad y justicia. Al
margen de él, tanto en el mundo como en el hombre (mientras no hayan sido éstos
visitados por su gracia especial), todo es pura mentira, iniquidad y tinieblas.
Es, pues, el reino de la muerte”. He aquí por qué Bakunin, como Proudhon, no
sólo se proclama 'ateo' sino 'antiteo'. Para Proudhon la idea de Dios se
vincula particularmente a la idea de propiedad; para Bakunin a la de
esclavitud. «Enamorado y celoso de la libertad humana, a la que considero como
la condición absoluta de todo lo que adoramos y respetamos en la humanidad, doy
vuelta la frase de Voltaire y digo que, si Dios en verdad existiera, habría que
hacerlo desaparecer» (Ibíd., III, 48, 71). En definitiva, la argumentación
anti-teológica, que es una argumentación antropológica, se reduce a lo
siguiente: Si Dios existe, el hombre no existe; es así que el hombre existe;
luego Dios no existe.
De hecho, para Bakunin, la idea de Dios
supone la negación de todo cuanto constituye el ser y la dignidad del hombre.
Tal idea «implica la abdicación de la razón y de la justicia humanas, es la más
decidida negación de la libertad humana, y necesariamente desemboca en la
esclavitud de los hombres, tanto en la teoría como en la práctica» (Ibíd., III,
43, 71). En toda religión revelada, hay reveladores, sacerdotes, profetas,
etc., que representan a Dios sobre la tierra, y son sus delegados para regir a
la humanidad. «Todos los hombres les deben una obediencia ilimitada y mansa, ya
que contra la Razón divina no hay razón humana posible, y contra la justicia de
Dios no hay justicia terrenal que valga. Esclavos de Dios, los hombres deben
serlo también de la Iglesia y del Estado, siempre que éste haya sido consagrado
por la Iglesia» (Ibíd., III, 43, 71).
En un artículo publicado en la “Deutsche
Brüsseler Zeitung”, el 12 de septiembre de 1874, Marx trata de demostrar que el
cristianismo es una justificación trascendente de las injusticias sociales y
que sus principios «sirven para hacer que se apruebe toda la inhumanidad de la
condición humana» (Calvez, “El pensamiento de Carlos Marx”, Madrid, 1966, pág.
87). En dicho artículo (citado por el mismo Calvez) dice: «Los principios
sociales del cristianismo han justificado la esclavitud clásica, han glorificado
la servidumbre medieval, y, cuando hace falta, saben aprobar la opresión del
proletariado, aunque con un aire un poco contrito. Los principios sociales del
cristianismo predican la necesidad de una clase dominante y de una clase
dominada y para esta última, se contentan con formular piadosamente el deseo de
que la primera sea caritativa. Los principios sociales del cristianismo
trasladan al cielo la compensación... de todas las infamias, y justifican de
este modo la perpetuación de esas infamias sobre la tierra. Los principios
sociales del cristianismo declaran que todas las infamias cometidas por los
opresores contra los oprimidos son el justo castigo del pecado original o de
otros pecados, o bien que son pruebas impuestas por el Señor, en su infinita
sabiduría, a las almas salvadas. Los principios sociales del cristianismo
predican la cobardía, el desprecio a sí mismo, el rebajamiento, la sumisión, la
humildad; en resumen todas las cualidades de la canallería». Bakunin, para
quien «el cristianismo es la religión absoluta, la última religión» (Oeuvres,
III, 42, 71), considera a su vez, que «la religión ha santificado la violencia
y la ha transformado en derecho. Ha trasladado a un cielo ficticio la
humanidad, la justicia y la fraternidad, para dejar en la tierra el reino de la
iniquidad y de la brutalidad. Ha bendecido a los bandidos felices. Y para
hacerlos más felices aún, ha predicado la resignación y la obediencia entre sus
innumerable víctimas: los pueblos. Y cuanto más sublime parecía el ideal que
adoraba en el cielo, más horrible se volvía la realidad de la tierra. Pues es
inherente al carácter de todo idealismo, tanto religioso como metafísico,
despreciar el mundo real y, explotarlo» (Ibid., I, 220, 69). Y en una carta
dirigida a Celso Cerretti en marzo de 1872, y publicada luego en la revista
“Societé Nouvelle” de Bruselas, en febrero de 1896, dice: «¿Acaso la Iglesia
Católica, la más ideal de todas por su principio, no ha sido desde los primeros
años de su existencia es decir, desde el emperador Constantino el Grande, la
más codiciosa y rapaz institución? Y todo el resto, por el estilo. Todos los
esplendores de la civilización cristiana (Iglesia, Estado, prosperidad material
de las naciones, ciencia, arte, poesía), todo ha tenido por cariátide la
esclavitud, el sojuzgamiento, la miseria de los millones de trabajadores que
constituyen el verdadero pueblo».
En el “Preámbulo” a la segunda entrega de
“El imperio knuto-germánico”, dice: «Estamos convencidos de que nada hay más
nocivo para la humanidad, para la verdad y para el progreso que la Iglesia.
¿Podría ser de otro modo? ¿No incumbe a la Iglesia el cuidado de pervertir a
las generaciones jóvenes, sobre todo a las mujeres? ¿No es ella quien, con sus
dogmas, sus mentiras, su tontería y su ignominia, tiende a matar el
razonamiento lógico y la ciencia? ¿No atenta acaso contra la dignidad del
hombre al pervertir en éste la noción del derecho y de la justicia? ¿No vuelve
cadáver lo que es vivo? ¿No pretende erradicar la libertad al predicar la esclavitud
eterna de las masas en beneficio de los tiranos y de los explotadores? ¿No es
la Iglesia, la implacable Iglesia, quien tiende a perpetuar el reino de las
tinieblas, de la ignorancia, de la miseria y del crimen?» (Ibíd., IV, 274-275,
71).
El ateísmo y el anticlericalismo de Bakunin
parecen mucho más explícitos y polémicos que los del mismo Marx. En todo caso,
están más cerca de la actitud de Lenin. «Entre todos los despotismos (dice), el
de los doctrinarios, o inspiradores religiosos, es el peor. Tan celosos son de
la gloria de su Dios y del triunfo de su idea, que no les queda corazón para la
libertad, ni para la dignidad, ni aún para los sufrimientos de los hombres
vivos, de los hombres reales» (Ibíd., III, 87, 71'). Sus ataques contra la
Iglesia católica van tan lejos como los de Proudhon. «La Roma jesuítica y papal
es una monstruosa araña eternamente ocupada en reparar los desgarrones causados
en la trama que urde sin cesar por acontecimientos que nunca ha tenido la
facultad de prever, con la esperanza de poder valerse de ella algún día para
asfixiar por completo la inteligencia y la libertad del mundo», dice en el ya
citado “Preámbulo” a la segunda entrega de “El imperio knuto-germánico”. Y
continúa: «Aún hoy alimenta esa esperanza, pues está dotada (a la vez que de
una profunda erudición, de un espíritu refinado y sutil como el veneno de la
serpiente y de una habilidad y un maquiavelismo formados por la práctica no
interrumpida de por lo menos catorce siglos) de una ingenuidad incomparable y
estúpida, fruto de la inmensa infatuación de sí misma y de su grosera
ignorancia de las ideas, sentimientos e intereses de la época actual y del
poder intelectual y vital que es inherente a la sociedad humana y que
fatalmente impulsa a ésta, a pesar de todos los obstáculos, a echar abajo todas
las instituciones antiguas (religiosas, políticas y jurídicas) y a fundar sobre
sus ruinas un nuevo orden social» (Ibíd., IV; 228-229, 71). Estas palabras
revelan, entre otras muchas que se pueden hallar en los escritos de Bakunin, la
pasión del mismo por la destrucción, pasión que es, según el mismo dice, una
pasión creadora y que, aplicada a la religión y a la Iglesia, espera dar a luz
un nuevo orden social y moral para la humanidad.
Bakunin es, sin embargo, tan profundamente
anarquista que no puede compartir de ningún modo la idea jacobina y blanquista
de derogar por decreto los cultos públicos y de expulsar violentamente a los
sacerdotes. Al sistema autoritario de los decretos revolucionarios (que será el
de Lenin, en la medida en que éste es un blanquista) opone el sistema anárquico
de los hechos revolucionarios. En efecto, «si se ordena por decreto la
abolición de los cultos y la expulsión de los sacerdotes, ya podéis estar
seguros de que hasta los campesinos menos religiosos tomarán partido por el
culto y por los sacerdotes, aunque más no sea por espíritu de contradicción y
porque en todo hombre existe un sentimiento legítimo, natural (base de la
libertad), que se subleva contra toda medida impuesta, aun cuando esta tenga por
fin la libertad» (Ibíd., II, 224-225, 71). Esta observación de Bakunin explica
tal vez en parte la persistencia de la práctica religiosa en los países
comunistas.
Bakunin, como Marx, no niega que la
religión haya sido una necesidad histórica ni afirma que haya constituido un
mal absoluto. Según él, fue, y desgraciadamente sigue siendo, para la humanidad
ignorante, un mal inevitable, como lo son los errores en el desarrollo de toda
facultad humana. En esto se advierte la raíz hegeliana del pensamiento de
Bakunin y de Marx, que no puede confundirse con la raíz iluminista y volteriana
del ateísmo liberal. En realidad, la religión es, para Bakunin, «el primer
despertar de la razón humana bajo la forma de la divina sinrazón», y también
«el aprendizaje de la libertad bajo el yugo humillante y penoso de la
divinidad». Por la religión el hombre da un primer paso hacia la humanidad,
pero mientras se quede en ella no logrará nunca la verdadera humanidad, «porque
toda religión lo condena al absurdo y, al falsear la dirección de sus pasos, lo
lleva a buscar lo divino en vez de lo humano», dice en “Federalismo, socialismo
y antiteologismo”. La religión saca al hombre de la esclavitud natural (en
cuanto representa una primera forma de abstracción) y lo diferencia de los
demás animales, pero al mismo tiempo lo hace caer «en la esclavitud de los
hombres y de las castas privilegiadas por elección divina» (Ibíd., “Oeuvres”,
1, 133-134, 67) (en cuanto representa una falsa abstracción imaginativa y no
una abstracción racional). Esta abstracción imaginativa tuvo por objeto primero
el miedo al mundo exterior que, al volvérsele extraño, se le presentó «como una
sombría y misteriosa potencia, infinitamente más hostil y amenazadora de lo que
en realidad es» , dice en “Consideraciones filosóficas sobre el Fantasma
divino, sobre el mundo real y sobre el hombre” (Ibíd., III, 303-304, 70). Dicho
temor a la naturaleza desconocida se hace luego temor al amo y al rey, al
sacerdote y al patrón, a la Iglesia y al Estado. En definitiva, Dios no es sino
la consagración sobrenatural y fantástica del poder del Estado. Y como el
Estado tiende a ser omnipresente hasta devorar al hombre y destruirlo, «la idea
de Dios absorbe, destruye todo lo que no sea Dios, reemplazando todas las
realidades humanas y terrenales por ficciones divinas» (Ibíd., I, 315-316, 71).
Pero la religión no es, para Bakunin, sólo
justificación trascendente de la sujeción económica y política. Como el
marxismo, reconoce en ella también una expresión del descontento y una protesta
instintiva de las masas contra tal sujeción. La disposición mística del pueblo
revela, más que una aberración del espíritu, un profundo descontento del
corazón: «Es la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las
estrecheces, los dolores, la ordinariez y la vergüenza de una existencia
miserable» (Ibíd., III, 40, 71).
En realidad, para escapar de la cárcel sin
porvenir en que la sociedad de clases ha sumido al pueblo, éste no tiene sino
tres caminos: dos ilusorios y fantásticos, la taberna y el templo; uno solo
real, la revolución social. Como Marx, cree, pues, Bakunin, que mucho más que
la propaganda y la ilustración (que no desecha, sin embargo, como tampoco lo
hace Marx), la revolución es el medio para instituir un verdadero ateísmo. Más
cerca de Marx y más lejos de los iluministas que otros anarquistas anteriores y
posteriores, Bakunin vincula causalmente la superación de la religión con la
supresión de la sociedad capitalista y del Estado: «De donde deduzco que
solamente ésta (la revolución social), mucho más que todas las propagandas
teóricas de los librepensadores, será capaz de destruir hasta los últimos
vestigios de las creencias religiosas y de las costumbres licenciosas del
pueblo (unas y otras están más íntimamente ligadas de lo que se cree) al
sustituir los goces a un tiempo ilusorios y brutales de esa impudicia corporal
y espiritual por los goces tan delicados como reales de la humanidad plenamente
consumada en cada uno y en todos, la revolución social, sólo ella, tendrá el
poder de cerrar, al mismo tiempo, todas las tabernas y todos los templos. Hasta
entonces el pueblo, considerado como masa, seguirá creyendo. Y por mucho que no
tenga razón para creer, tiene, por lo menos, el derecho de hacerlo» (Ibíd.,
III, 30-31, 711). En su “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho
de Hegel” dice Marx: «La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de
la miseria real, y, por otra parte, la protesta contra la miseria real. La
religión es el suspiro de la criatura agobiada por la desgracia, el alma de un
mundo sin corazón, del mismo modo que es el espíritu de una época sin espíritu.
Es un opio para el pueblo». Se trata, pues, de suprimir la miseria real de la
cual la religión es expresión y de dar real satisfacción a la protesta que la
misma religión significa contra la miseria real. Se trata, a la vez, de negar
la religión y de consumarla. Ello se realiza para Marx en la sociedad sin
clases, en el comunismo, fruto de la revolución. Bakunin, sin hablar de
«comunismo» (que, para él, está siempre vinculado al poder estatal), sino de
«socialismo», expresa la misma idea, al decir, en “Federalismo, socialismo y
antiteologismo”, que «el socialismo, por su objeto mismo (la realización en la
tierra, fuera de toda compensación celestial, del bienestar y de todo destino
humano), es la consumación y por consiguiente la negación de toda religión;
ésta ya no tendrá razón alguna de ser desde el momento en que vea realizadas
sus aspiraciones» (Ibíd., I, 89, 67).
El ateísmo que, pese a los esfuerzos de
algunos intérpretes cristianos, es esencial al comunismo de Marx, lo es también
al anarquismo de Bakunin. De ambos puede decirse que, cualquiera sea la actitud
que asumamos frente al problema metafísico de Dios y frente a la religión en sí
misma considerada (y no podemos pasar por alto el hecho de que hubo y hay
comunistas y anarquistas creyentes), han sabido llevar en este terreno sus
respectivas críticas a la sociedad capitalista y al Estado hasta las últimas
consecuencias y que con lucidez y agudeza extraordinaria han logrado sacar a la
luz el significado humano y social de dogmas, creencias e instituciones
religiosas.
Ángel J. Cappelletti
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