Conquista del pan
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA POR ELISÉE
RECLUS
Piotr
Kropotkin me ha pedido que escriba algunas palabras encabezando su obra y yo,
experimentando una cierta molestia en hacerlo, me rindo a su deseo. No pudiendo
agregar nada al conjunto de argumentos que él aporta en su obra, corro el
riesgo de debilitar la fuerza de sus palabras. Pero la amistad me excusa.
Mientras que para los “republicanos” franceses el supremo buen gusto consiste
en prosternarse a los pies del zar, a mí me gusta relacionarme con los hombres
libres, hombres libres que éste mandaría azotar, encerrar en las mazmorras de una
ciudadela o ahorcar en un oscuro patio. Con estos amigos, olvido por un
instante la abyección de los renegados que en su juventud se enronquecían
gitando: ¡Libertad, Libertad! y que en la actualidad se dedican a emparejar los
aires de la Marsellesa y el del Boje Tsara Khrani1.
La última
obra de Kropotkin, Palabras de un rebelde, estuvo dedicada sobre todo a
realizar una crítica ardiente de la sociedad burguesa, feroz y corrupta a la
vez, haciendo un llamado a las energías revolucionarias contra el Estado y el
régimen capitalista.
La obra
actual, que sigue a Palabras, es de andar más tranquilo. Se dirige a los
hombres de buena voluntad que honestamente desean colaborar con la
transformación social, y expone a grandes rasgos las fases de la historia
inminente que nos permitirán finalmente constituir la familia humana sobre
las ruinas de
los bancos y de los Estados.
El título del
libro: La conquista del pan, está tomado en el sentido más amplio,
porque “el hombre no vive de pan solamente”. En una época donde los generosos y
valientes intentan transformar su ideal de justicia social en realidad
viviente, no es sólo a conquistar el pan, aun con el vino y la sal, a lo que
se limitará
nuestra ambición. Será preciso conquistar también todo lo necesario o lo
simplemente útil para una vida confortable; es preciso que podamos asegurar a
todos la plena satisfacción de sus necesidades y de sus deseos. En tanto que no
hayamos hecho esta primera “conquista”, en tanto “que haya pobres entre
nosotros”, es una burla amarga dar el nombre de “sociedad” a este conjunto de
seres humanos que se odian y se destruyen entre ellos, como animales feroces
encerrados en la arena del circo.
Desde el
primer capítulo de su obra, el autor enumera las inmensas riquezas que ya la
humanidad posee y el prodigioso equipamiento en máquinas que ha adquirido
gracias al trabajo colectivo. Los productos obtenidos cada año serían
ampliamente suficientes para proporcionar el pan a todos los hombres; si el
capital
enorme de ciudades, fábricas, de medios de transporte y de escuelas devienen en
propiedad común en lugar de ser aprisionadas en propiedades privadas, el
bienestar sería fácil de conquistar: las fuerzas que estén a nuestra
disposición serían aplicadas, no a trabajos inútiles o contradictorios, sino a
la producción
de todo
aquello que el hombre necesita para su alimentación, su alojamiento y sus
ropas, para su confort, para el estudio de las ciencias, para la cultura y el
arte. No obstante la recuperación de las posesiones humanas, o sea la
expropiación, sólo puede ser realizada por el comunismo anárquico: es preciso
destruir el gobierno y sus leyes, repudiar su moral, ignorar a sus agentes, y
se llevará a cabo por los interesados mismos siguiendo su propia iniciativa,
agrupándose según sus afinidades, sus intereses, su ideal y la naturaleza de los
trabajos emprendidos. Esta cuestión de la expropiación, la más importante del
libro, es también una de las que el autor ha tratado con el mayor detalle,
sobriamente y sin violencia verbal, pero con la calma y la claridad de visión
que demanda el estudio de una revolución próxima, en lo sucesivo inevitable. Es
después del derrumbe del Estado que los grupos de trabajadores liberados, no
teniendo ya que sudar al servicio de acaparadores y de parásitos, podrán
dedicarse a ocupaciones atrayentes libremente elegidas y proceder
científicamente al cultivo del suelo y a la producción industrial, en
combinación con recreaciones consagradas al estudio o el placer. Las páginas del
libro que tratan sobre los trabajos agrícolas ofrecen un interés capital,
porque en ellas se narran los hechos que la práctica ya ha comprobado y que son
fáciles de aplicar en todas partes y a gran escala, en beneficio de todos y no
solamente para el enriquecimiento de algunos.
Los chistosos
hablan del “fin de siglo” para burlarse de los vicios y los defectos de la
juventud elegante; pero ahora se trata de otra cosa bien diferente que el fin
de un siglo. Hemos llegado al fin de una época, de una era de la historia. Es
la antigua civilización entera que vemos acabarse. El derecho de la fuerza y el
capricho de la autoridad, la rígida tradición judía y la cruel jurisprudencia
romana no se nos imponen ya; profesamos una fe nueva, y cuando esta fe, que es
al mismo tiempo la ciencia, sea la de todos aquellos que buscan la verdad,
tomará cuerpo en el mundo de las realizaciones, porque la primera de las leyes históricas
es que la sociedad se modela sobre su ideal. ¿Cómo podrán mantener el orden
caduco de las cosas sus defensores? Ya no creen; no teniendo ni guía ni
bandera, combaten al azar contra los innovadores, ellos tiene las leyes y los
fusiles, policías con porras y parques de artillería, pero todo esto no puede estar
a la altura de un pensamiento, y todo el antiguo régimen de arbitrariedad y de
opresión está destinado a perderse rápidamente en una suerte de prehistoria.
Ciertamente,
la inminente revolución, por importante que pueda ser en el desarrollo de la
humanidad, no diferirá en nada de las revoluciones anteriores dando un salto brusco;
la naturaleza no lo hace. Pero se puede decir que, por mil fenómenos, por mil
modificaciones profundas, la sociedad anárquica está
ya después de
largo tiempo en pleno crecimiento. Ella va creciendo, se organiza por todas
partes, en donde el pensamiento libre se desprende de la letra del dogma, en
donde el genio del investigador ignora las viejas fórmulas o en donde la
voluntad humana se manifiesta en acciones independientes, en todas partes donde
los hombres sinceros, rebeldes a toda disciplina impuesta, se unan por su plena
voluntad para instruirse mutuamente y reconquistar juntos, sin amos, su parte
de la vida y la satisfacción integral de sus necesidades. Todo esto es la
anarquía, aun cuando se la ignore, y de más en más llega a reconocerse.
Cómo no va a
triunfar, ya que tiene su ideal, y la audacia de su voluntad, en tanto que la
masa de sus adversarios, en adelante sin fe, se abandona al destino, gritando “¡Fin
de siglo!
¡Fin de
siglo!”.
La revolución
que se anuncia, así pues, se llevará a cabo, y nuestro amigo Kropotkin trata en
su derecho de historiador, de ubicarse ya en el día de la revolución para
exponer sus ideas sobre la retoma de la
posesión del patrimonio colectivo debido al trabajo de todos y haciendo un
llamado a los tímidos, que se
dan perfecta
cuenta de las injusticias reinantes, pero no osan entrar en abierta rebeldía contra una sociedad
de la cual mil lazos de intereses y de
tradiciones les hacen depender. Ellos saben que la ley es inicua y mendaz, que
los magistrados son los cortesanos de los fuertes y los opresores de los
débiles, que la conducta regular de la vida y la probidad sostenida en el
trabajo no son siempre recompensados por la certeza de tener un pedazo de pan,
y que, son mejores armas para la “conquista del pan” y del bienestar, la cínica
impudicia del especulador bursátil y la áspera crueldad del prestamista
prendario, que todas las virtudes; pero en lugar de regir sus pensamientos, sus
deseos, sus emprendimientos, sus acciones, con arreglo a la luz sana de la
justicia, la mayoría se evade hacia algún callejón lateral para escapar a los
peligros de una actitud franca. Eso sucede con los neorreligiosos, que no
pudiendo más profesar la “fe absurda” de sus padres, se consagran a alguna
iniciación mística más original, sin dogmas precisos perdiéndose en una bruma
de sentimientos confusos: se harán espiritistas, rosacruces, budistas o taumaturgos.
Discípulos pretendidos de Sakyamuni, pero sin
tomarse el trabajo de estudiar la doctrina de su maestro, los señores
melancólicos y las damas vaporosas fingen buscar la paz en el anonadamiento del
nirvana Pero puesto que ellas hablan sin cesar del ideal, es que estas “bellas
almas” se tranquilizan. Seres materiales como nosotros somos, tenemos –esto es
verdad– la debilidad de pensar en la alimentación, porque frecuentemente ha
faltado; falta ahora a millones de nuestros hermanos eslavos, los súbditos del
zar, y a otros millones más; ¡pero más allá del pan, más allá del bienestar y
todas las riquezas colectivas que pueda procurarnos la puesta en actividad de
nuestros campos, vemos surgir a lo lejos, delante nuestro, un mundo nuevo, en
el cual podremos amarnos con plenitud y satisfacer esta noble pasión del ideal
que los amantes etéreos de lo bello despreciando la vida material, dicen que es
la sed inextinguible de sus almas! Cuando no haya más ni rico, ni pobre, cuando
el famélico ya no tenga que mirar envidiosamente al saciado de comida, la
amistad natural podrá renacer entre los hombres, y la religión de la
solidaridad, hoy asfixiada,
tomará el lugar de esta religión vaga que dibuja imágenes huidizas sobre los
vapores del cielo.
La revolución
cumplirá más que lo prometido; ella renovará las fuentes de la vida
limpiándonos del contacto impuro de todas las policías y nos liberará
finalmente de las viles preocupaciones por el dinero que envenenan nuestra
existencia. Será entonces que cada uno podrá seguir libremente su camino: el
trabajador
cumplirá la tarea que le convenga; el investigador estudiará sin prejuicios; el
artista no prostituirá más su ideal de belleza por su sustento y en adelante
todos amigos, podremos realizar concertadamente las grandes cosas entrevistas por
los poetas. Sin duda entonces a veces se recordarán los nombres de aquellos que, por su propaganda abnegada, pagada con el
exilio o la prisión, hubieron preparado la nueva sociedad. Es pensando en ellos
que nosotros editamos La conquista del pan: recibiendo este testimonio
del pensamiento común, a través de sus barrotes o en tierra extranjera, se
sentirán algo más fortificados. El autor seguramente me aprobará si dedico su
libro a todos aquellos que sufren por la causa, y sobre todo a un querido amigo
cuya vida entera fue un largo combate por la justicia. No diré su nombre:
leyendo estas palabras de un hermano, él se reconocerá en los latidos de su
corazón
Pero para que crear otra más cofradía de notables librespensadores?.....tal vez sea necesario!, pero los pensamientos serán totalmente libres, cuando éstos circulen en las cabezas de los hombres de las rutinas de esclavos, entre los hombres masa que luchan por transformarse en individuos con identidad propia, plasmada en la integridad de una sociedad real sin clases. Mientras tanto la solidez de la lucha anarquista no será más que una falacia de unos que dicen ser pensantes pero incapaces de trasnformar algo....no es cuestión de ego sino de entrega en la cotidianidad....
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